BREVE HISTORIA DE UNA
CANCIÓN FUNERARIA
Por
aquel entonces vivía en la
Residencia “La
Paz ”, sita en el número 23 de la calle del mismo nombre,
donde compartía habitación con Marisa y Maribel, que eran de Madrid, y con
Enkar, que era de Ávila.
Maribel
y Enkar tenían radiocassette y, como a
las cuatro les gustaba la música, solían escuchar la radio por la noche, después de cenar, antes de
dormirse. Fue así cómo descubrieron el programa (“Diálogos con la música”, se
llamaba) y cómo, en vista de su calidad, empezaron a grabar las canciones con
las que el locutor (entonces no lo supo, pero ahora tiene casi la absoluta
seguridad de que era Ramón Trecet)
obsequiaba a la audiencia. Como había dos radiocassettes, solían
turnarse para grabar las cintas. Una noche grababan Enkar y Marisa, otra
Maribel y ella, otra Marisa y Maribel...
Ella
tenía una cinta casi completa, sólo le quedaban unos minutos de grabación y
quiso terminarla aquella noche. Enkar también estaba grabando. Esperaron a que
empezara el programa y se dispusieron a grabar. Atentas, escucharon al locutor anunciar la primera canción. Siempre
hacía lo mismo: un comentario sobre la
importancia del tema, su lugar en la discografía del autor y en la tendencia
musical que representaba, su opinión personal muchas veces... En medio del comentario deslizaba el
título de la canción y el nombre del autor o intérprete. Y luego sonaba la
música. Sin saber por qué, no apretó la tecla REC con la primera canción.
Tampoco con la segunda. Quizá tampoco con la tercera. Quizá fue la cuarta, o la
quinta, no puede decirlo con seguridad. Lo que sí es seguro es que Enkar y
ella, sin haberse puesto de acuerdo de antemano, apretaron la tecla al mismo
tiempo.
—¿Cómo
ha dicho que se llama?—preguntó Enkar, más por curiosidad que por otra cosa,
porque no tenían apuntado el título de ninguna canción, eso formaba parte del
encanto del asunto: una cinta llena de canciones sin título.
—Canción
funeraria del delta del Mississippi —contestó ella.
Quizá
fue eso, el título, extraño y sugerente al mismo tiempo, escuchado al vuelo en
medio del discurso ameno del locutor, lo que le hizo apretar la tecla REC
entonces y no esperar a la canción siguiente; quizá un ángel le sopló a su
intuición que lo mejor venía luego y por eso no apretó la tecla en las
canciones anteriores. Quién sabe. El caso es que la canción quedó grabada al
final de la cinta y, cuando la escuchó al día siguiente, pensó que habían
tenido mucha suerte porque, entre todas las canciones posibles, habían ido a
grabar la más bonita, una maravilla interpretada por un banjo (quizá) y una
guitarra, en el más puro estilo del blues sureño que, a lo largo de más de
cuatro minutos, tras una apariencia profundamente triste, rezumaba esa callada
alegría que sólo puede dar la esperanza, ese sosiego que sólo se posee cuando
se está en paz con la vida y con la muerte.
Mientras
estuvo en la Residencia
tuvo oportunidad de escuchar la canción muy a menudo, a Enkar y a ella les
gustaba mucho y siempre decían algo a propósito de la feliz casualidad que
había hecho posible que la grabaran y que la hicieran suya y que no había
permitido que la dejaran escapar por el
infinito de las ondas hertzianas. De alguna manera, se sentían felices elegidas
por la diosa Fortuna, como si les hubiera tocado un premio en alguna lotería
radiofónica.
Cuando
acabó el curso (y los estudios que había comenzado) y volvió a casa, se llevó
la cinta consigo, claro, pero a partir de entonces no pudo escucharla todas las
veces que ella hubiera querido porque en su casa no había radiocassete (ni
intención de que lo hubiera: tenían equipo de música y vinilos, ¿para qué
querían un radiocassete?), de modo que, en una estantería de su cuarto, la cinta
empezó a dormir largos sueños de los que sólo salía ocasionalmente, muy de tarde
en tarde, cuando algún amigo llevaba a
casa un aparato capaz de reproducirla. Porque escuchar la cinta era la única forma
de volver a oír la canción: la tenía en la cabeza pero la complejidad de sus
acordes y su pésimo oído hacían que fuera incapaz no ya de cantarla sino, ni
siquiera, de tararearla. La cinta era verde, la recuerda como si la estuviera
viendo. Bueno, de hecho, si cierra los ojos, puede verla todavía.
Así pasaron varios años, la cinta guardada en
la estantería, inmóvil pero visible, y ella esperando como la oportunidad de
escuchar la canción una vez más. La verdad es que en ocasiones pasaban meses
sin que se acordara de la cinta pero, a pesar de esos olvidos transitorios,
ella nunca dejó de tener presente que la canción estaba allí, guardada para
ella, esperando el momento feliz en que un amigo llegara a casa con un
radiocassette portátil.
Un
día, después de uno de aquellos períodos de descanso, alguien llegó a su casa
con un radiocassette. Buscó la cinta, impaciente ante la perspectiva de volver
a oír su canción, pero no estaba en el lugar de siempre. Desconcertada, la
buscó por toda la casa. Por fin apareció, en la habitación de su hermano pero,
cuando la puso en el cassette y esperó emocionada las primeras notas, empezó a sonar
una canción de Mecano.
No
recuerda si se enfadó con su hermano pero seguro que sí, seguro que le reprochó
su atrevimiento, su absoluta falta de consideración, a quién se le ocurre coger
sin permiso una cinta que no era suya y grabar... ¡y encima Mecano! Seguro que
estuvo varios días sin hablarle.
Lógicamente,
el enfado se le acabó pasando pero no olvidó la canción, su recuerdo volvía de
cuando en cuando (y el cuando podían ser meses, incluso años) y entonces,
cuando la pérdida de la canción se hacía patente, le daba un ataque de pena al
comprobar la imposibilidad de volver a oírla o pensaba que tenía que llamar
urgentemente a Enkar para copiar la canción de su cinta o se lanzaba a las
tiendas de discos a preguntar a
desconcertados dependientes por la “Canción funeraria del delta de
Mississippi”.
Pasaron
muchos años, tantos que las probabilidades de que Enkar hubiera conservado la
cinta eran prácticamente nulas, tantos que la canción había desaparecido de su
memoria auditiva (durante mucho tiempo no pudo cantarla, pero la recordaba
perfectamente; ahora, ni siquiera eso), tantos que casi había olvidado que una
vez tuvo una canción que para ella había sido lo más aproximado a un regalo de
los dioses.
El
futuro tiene sorpresas inesperadas. Quién le iba a decir a ella que iba a poder
escribir en un teclado suavísimo, ver lo que escribía en una luminosa pantalla
y, lo que es casi increíble, corregir palabras o frases o párrafos, ampliar o
reducir márgenes, hacer notas a pie de página, retroceder, avanzar, añadir,
borrar, intercalar... Y que el resultado
de todo ello sería un folio impecablemente mecanografiado, sin una sola mancha
blanca de típex, magníficamente reproducido por una impresora de chorro de
tinta. Está claro que su primer contacto con el mundo de la informática fue un
programa de escritura. Poco a poco fue familiarizándose con las posibilidades
que ofrecía el PC (dibujos, juegos...) y aprendió un poco a aprovecharlas y
disfrutarlas pero, por encima de todo,
el ordenador era para ella una máquina de escribir listísima.
Un
buen día, su marido instaló Internet. Otra maravilla del futuro, según decía
todo el mundo. Debía de ser cierto, por lo que oía decir a gente que lo
manejaba como una herramienta imprescindible pero, por raro que parezca, ella,
que es de las que se apunta a un bombardeo, nunca sintió la tentación de
conectarse y explorar, de modo que Internet estuvo varias semanas instalado sin
que nadie aprovechara la tarifa plana.
Hasta que un día su hija volvió del colegio con el encargo de conseguir
la formación completa del Gobierno recientemente nombrado. De modo que su
primera entrada en Internet fue por la Moncloa , para enterarse
del nombre del ministro de Agricultura y del vicepresidente primero del
Gobierno. Y una vez que estuvo dentro... pues siguió. ¿Sobre qué o sobre quién
querría ella buscar información? Su segunda entrada en Internet fue una página
web de “Les Luthiers”, grupo argentino del que es ferviente admiradora desde
que los vio por primera vez. Allí encontró discografía completa, notas
biográficas, fotos que no conocía, calendario de actuaciones y... un chat. Ella
no habría entrado nunca en un chat, no era el tipo de relación que, de entrada,
llamara su atención, pero aquel tenía un anuncio muy sugerente: “... aquí nos reunimos
los fans del grupo y hablamos, a veces, incluso, de Les Luthiers “... decía, más o menos. Ah, aquello era otra
cosa. Un grupo de fans de ”Les Luthiers” tenía que ser, como poco, un grupo de
gente inteligente... ¡Zas!, entró.
Su
intuición no la engañó. Eran gente inteligente, admiradores de Les Luthiers,
repartidos por todos los rincones del país, gente de toda edad y condición:
estudiantes de disciplinas diversas, trabajadores... Había varios informáticos.
¿Dijo
algo Freud acerca de las obsesiones latentes? En su caso está claro que la
“Canción funeraria del delta del Mississippi” estuvo latiendo calladamente en
su interior muchos años y que afloró a la superficie cuando ella vio la
habilidad de algunos de sus amigos del chat para recalar en puertos discográficos
y conseguir así música de todo tipo con la que engrosar sus archivos,
entretener los ratos de chateo y grabar algún que otro cedé. Era una
oportunidad, ¿por qué no aprovecharla?
—estoy buscando una canción —tecleó.
—la cuála —preguntó elrevisor, uno de los
más hábiles internautas del canal, si no el más hábil.
—se titula “Canción funeraria del delta
del Mississippi” —contestó ella.
—autor? —preguntó elrevisor.
—nidea, sólo sé el título, se puede buscar
así?
—se pué intentar —dijo elrevisor, con el
lenguaje sincopado y agramatical del chat.
—qué canción es ésa, alfa —debió de
preguntar alguien—por qué la buscas?
—es una historia muy, muy
laaaaaaaaaarga... —dijo ella, e iba a añadir que muy, muy triiiiiste cuando la
sorprendió un renglón en la pantalla.
—no está —tecleó rotundo elrevisor.
—jomío, qué rapidez —contestó, dónde has
mirado?
—en audiogalaxy.
Aún
no había tenido tiempo de hacerse a la idea de una nueva desilusión cuando
Kanis le abrió un privado.
—He oído que andas buscando una canción
—tecleó Kanis.
—sasto —dijo ella.
—Mira a ver esto —dijo Kanis —: John
Fahey, “Of rivers and religion”
Lo
intentó, esa es la verdad, y llegó a encontrar a John Fahey, pero no recuerda
haber visto ningún título que se pareciera al de su canción de modo que, como
de costumbre, pidió ayuda a elrevisor, que era el que siempre la sacaba de
apuros.
—maño
—tecleó en un privado abierto con elrevisor—, dice Kanis que miremos en John
Fahey, el disco se titula “Of rivers and religion”
—voy
a ver —contestó elrevisor, siempre solícito.
Algunos
renglones más tarde, elrevisor regresó.
—no
hay ninguna canción funeraria pero he encontrado una “Funeral music for
Mississippi”, puede ser esa?
—sí,
sí, puede ser —contestó emocionada.
Tal
vez no ocurrió así exactamente, la memoria confunde días, conversaciones,
pistas y hallazgos. Pero lo cierto es que, en un determinado momento, elrevisor
tecleó:
—alfa,
la estoy escuchando
—es
una música de guitarra, muy dulce, un poco triste? —preguntó impaciente.
—sí,
creo que sí —contestó elrevisor.
—va a ser esa, va a ser esa —dijo emocionada—…
me la grabas, maño? —preguntó a continuación.
—te
la grabo y te la llevo —contestó elrevisor.
Elrevisor
cumplió su promesa y a primeros de agosto le llevó el disco. “Funeral music for
Mississippi John Hurt” era la canción número cinco. Aunque se moría de
impaciencia, se obligó, en un ejercicio de autodisciplina casi perverso, a
escuchar las cuatro primeras, aunque quizá lo que pretendía era prolongar unos
minutos más la dulce esperanza de haber encontrado por fin su canción. En cuanto sonaron las primeras notas del
quinto corte la reconoció. Era su canción. Ahora se llamaba
“Funeral music for Mississippi John Hurt”, pero daba lo mismo:
era la canción funeraria del delta del Mississippi que un día había grabado y que después había
perdido de la manera más tonta, la
canción que había permanecido en su corazón y que había buscado en forma de disco durante más de
veinte años.
Sin
que pudiera ni quisiera evitarlo, se le llenaron los ojos de lágrimas y algo
parecido a la felicidad la llenó de arriba a abajo. La canción no le recordaba
ningún momento particularmente feliz ni era el conjuro de nadie querido
especialmente. Era una canción, sin más, pero, al escucharla nuevamente,
después de veinte años, algo, que aún no tenía muy claro qué era, venía a completarse,
como si la canción fuera la pieza que da sentido al rompecabezas; a concluirse, como si la canción fuera el
bálsamo necesario para cerrar una pequeña herida que hubiera permanecido
abierta. Había empezado a escribir la “Breve historia de una canción funeraria”
muchos años atrás, cuando le prestó su hallazgo a un personaje de su novela,
pero no había vuelto sobre ella, no la había repasado ni completado ni
corregido porque no sabía el final de la historia. Pero ahora ya podía terminarla. Quizá era
eso, sí, quizá por eso lloraba: había recuperado su canción y podía acabar de
escribir su historia porque ya sabía el final, un final que era casi de cuento
de hadas, un final en el que el Galante Caballero viaja desde su país al país
de la Princesa Triste
para llevarle el Tesoro que la
Princesa había perdido y que él ha encontrado para ella.
Vio de reojo que elrevisor la miraba
desconcertado. Las mujeres, ya se sabe, vienen sin manual de instrucciones.
Puede que todavía le quedara alguna lágrima en la cara pero seguro que estaba
sonriendo cuando giró la cabeza para mirarle.
-—Gracias por traérmela —dijo.
Y elrevisor sonrió también.
https://www.youtube.com/watch?v=hjK-97hODZY
No hay comentarios:
Publicar un comentario