Foto tomada de www.blogdenuevayork.es
GEORGIA ON MY MIND
(Albertine Brown, la vendedora de flores)
Al llegar a casa acababan de regar la calle, me he resbalado
en un charco y he estado a punto de caerme en la acera como un sapo patoso.
Solo de pensar en lo que pasaría si me rompiera un brazo, por ejemplo, me he
puesto tan nerviosa que he tenido que agarrarme a la barandilla para subir las
escaleras, aunque también es cierto que estaba tan cansada que me hubiera
agarrado igualmente. Zachary, el muchacho de Vivian Jones, que salía en aquel
momento, se ha ofrecido a ayudarme.
—¿Quiere apoyarse en mí, señora Brown? —me ha dicho
alargando el brazo.
Vive con su madre en el tercero. Tiene los ojos alegres, un
flequillo tan largo que casi le tapa los ojos y catorce años. Cuando tenía
diez, su padre se marchó de casa con los ahorros de la familia y con la
camarera de una hamburguesería. A pesar de que lo tenía todo a favor para haber
elegido el mal camino, Zach es un buen chico, educado y cariñoso. A veces,
cuando me encuentro con él a la puerta de casa, como hoy, o en la escalera o le
veo jugando a encestar con otros chicos en la cancha de la iglesia, pienso que
podría ser mi nieto. Un nieto de ojos alegres que cuida de su abuela.
—No, gracias, querido. Creo que podré yo sola.
Me hubiera gustado aceptar su ofrecimiento pero, aunque me
sienta como una vieja llena de achaques, no quiero parecerlo antes de tiempo.
Solo tengo sesenta y dos años.
Thomas me estaba esperando con el agua caliente preparada.
—¿Qué tal está mi princesa? —me dice. Y me coge el bolso y
me quita el abrigo y me lleva hasta el sillón donde ya tiene listo el barreño.
¡Oh, Dios mío, qué
sería de mí sin este viejo adorable! Se pasa todo el día solo, sin salir de
casa porque no se atreve a hacerlo sin ayuda, limpiando como buenamente puede y
preparando la cena y, cuando llego, siempre tiene la mesa puesta, el agua a
punto y esa sonrisa que nunca se le borra de la cara. No hay nada como meter
los pies en un baño de agua caliente con sal, sobre todo cuando te has
levantado a las cinco de la mañana y has tenido lo que se dice un día duro.
Ayer en Markus & Benson tuvieron algún tipo de
celebración. Un cumpleaños, quizá, o tal vez una pequeña fiesta por alguna
operación exitosa o una despedida. Lo digo porque he encontrado las oficinas
llenas de botellas vacías, bandejas de cartón grasientas, restos de pizza y de
tarta de manzana, vasos de plástico y montones de servilletas de papel
arrugadas alrededor de las papeleras. Tal vez en los negocios sean brillantes
pero harían un papel lamentable en la
NBA : no han encestado ni una servilleta. Ah, y tres
preservativos en los cuartos de baño.
En casa de los Spencer me esperaban absolutamente todos los
cristales, embarrados después de una semana de viento y lluvia, y algo así como
dos toneladas de ropa para planchar. Bueno, quizá no fueran dos toneladas pero
a mí me lo han parecido. Cuando acabé de doblar la última camiseta del pequeño
Peter me dolían tanto los riñones que creí que no podría enderezarme nunca más.
Menos mal que he podido dar una cabezada en el metro.
Thomas dice que es mucho trabajo, que debería dejar algo.
Pero sus medicinas son muy caras y mucho me temo que dentro de poco necesitará
una botella de oxígeno en casa. Ya me lo dijo el doctor Bradley la última vez
que tuvimos que ir a Urgencias porque a Thomas le había dado uno de sus ataques
y al respirar sonaba como si tuviera el pecho lleno de silbatos: “Sus bronquios
se cierran un poco más cada día, señora Brown”. Y me miró como si lamentara no
poder hacer nada más. De modo que no puedo dejar de trabajar.
Thomas me ha preparado un enorme trozo de pollo asado con
lechuga y mayonesa, puré de patata, una manzana y una taza de té. En cuanto lo
tome saldré hacia el pub. Es una suerte que Fred me deje trabajar en The drunken sailor. Podría haber contratado
a una de esas jovencitas de grandes pechos y culo redondo pero dice que me
prefiere a mí. “No lo hago por ti sino por mí, Albertine: tú nunca me traerás
problemas con los clientes”. Y luego me palmea el hombro y se ríe a carcajadas.
Es un buen hombre. En el pub vendo muchos cigarrillos y fósforos y, sobre todo
los viernes, cuando los clientes van acompañados de señoras a las que quieren
agradar, muchas rosas. Guardo ese dinero para el día en que Thomas necesite ir
al hospital.
Ayer tocó por primera vez un pianista de Alabama, un tal
Forsythe. Al principio interpretó canciones conocidas, de esas que todo el
mundo puede tararear, pero luego cambió y empezó a tocar una música diferente
que yo no había escuchado nunca. Bueno, sí la había escuchado, era un blues, pero me sonó distinta. Me pareció
muy, muy triste y, sin embargo, no quería dejar de escucharla. Porque era triste,
sí, pero muy dulce, tal vez melancólica; no era, en todo caso, de esas músicas
que al oírlas te hacen pensar en todas las cosas deprimentes de este mundo y te
dejan el ánimo por el suelo. Me recordó a las canciones que mi madre tarareaba
en la cocina mientras hacía la masa de las galletas y, no sé por qué, me imaginé
una parecida en un funeral; en el mío, por ejemplo, o en el de Thomas, porque
era una música para alguien que hubiera muerto en paz.
No me gusta interrumpir a los artistas de modo que, cuando
empieza la actuación, me voy a mi rincón y allí sentada, espero a que terminen.
Ayer, poco después de que el pianista empezara a tocar, cerré los ojos, me
recosté en la pared y, sin darme cuenta, mi pensamiento se fue muchos años
atrás, tantos que casi había olvidado que existieron, a los tiempos de
Savannah, cuando Thomas y yo nos conocimos y nos hicimos novios. Entonces él
trabajaba en el algodón, éramos jóvenes, nos queríamos con locura y soñábamos
con tener una casa con jardín y muchos hijos; entonces aún teníamos ilusiones
(todas las ilusiones, diría yo), y muchas ganas de hacer cosas, aún no nos
habíamos quedado solos ni éramos viejos ni yo tenía que trabajar trece horas diarias
para pagar sus medicinas; aún nos quedaba mucha vida por vivir y a él no se le
cerraban los bronquios un poco más cada día.
Querida:
ResponderEliminarMe sigue flipando tu buena prosa y, sobre todo, la cantidad de temas sobre los que escribes. Te admiro, muchacha.
Un cariñoso abrazo,
Viniendo de ti, eso de "buena prosa" me ha sonado a música celestial.
Eliminar:-)
Besos, muchos.
Qué maravilla… Cada vez que leo un pasaje de “Maneras de perder”, me quedo embelesada con la historia y la profundidad de los personajes. Triste pero dulce, una combinación que emociona.
ResponderEliminarBesos y muchos abrazos.
Gracias, niña dulce. Me enorgullece pensar que mis cosas le gustan a alguien como tú.
EliminarUn abrazo muy grande, enorme.
Con razón me "sonaba" este relato, leído en "Maneras de perder", como dice Mari Carmen, me fascina la profundidad que sabes darle a los personajes con unas cuantas pinceladas. Aquí me tienes "enganchada" no sólo al relato, también a la música del dico que lo acompaña.
ResponderEliminarBesos
Realmente la canción sería la banda sonora adecuada para este relato.
EliminarQué bien que te gusten mis viejitos.
Abrazo enorme.