Un mundo feliz. ¿Quién no ha soñado con eso?
ARCADIA
El comisario Hunter recorrió con pasos largos y potentes los pasillos que llevaban desde la entrada del Ministerio de Bienestar y Felicidad Civil hasta su despacho. Abrió la puerta con un ímpetu exagerado, colocó el portafolios sobre la mesa con un golpe seco y encendió el ordenador. Luego se quitó el abrigo, se lo lanzó al perchero y se dejó caer en la silla.
Su secretaria entró casi detrás de él con una taza de café que depositó cuidadosamente sobre la mesa. Musitó un “Buenos días, comisario” y salió inmediatamente.
Hunter la miró comprensivo: ella conocía perfectamente los síntomas y sabía que en mañanas que empezaban como aquella era mejor dejarle solo. Tecleó la contraseña de su sesión en el Departamento de Orden Social mientras pensaba que tal vez no había sido buena idea saltarse los ejercicios matutinos recomendados por la Dirección General de Salud Psicosomática. De haberlos hecho, tal vez habría evitado la rabia que en aquellos momentos le subía desde el estómago como una marea negra de pensamientos negativos. No era la mejor manera de encarar el trabajo que le esperaba, desde luego. Al final tendría que hacer caso de la sugerencia de sus superiores y decidirse a empezar un tratamiento con el Asesor Mental. La rabia, la frustración, la indignación, el desencanto, el descontento, la insatisfacción, no existían en Arcadia, no podían existir en Arcadia.
Cabía la posibilidad de que algo hubiera fallado en alguno de sus Ciclos de Condicionamiento Infantil. Era la única causa a la que Hunter podía atribuir que una persona como él sufriera de vez en cuando un acceso de ira como el que le paralizaba en aquellos momentos.
Porque él era, sin duda alguna, un hombre feliz, conforme, equilibrado, satisfecho de los logros de la sociedad de la que formaba parte. Una sociedad que había conseguido lo que parecía imposible pocas décadas antes: el bienestar absoluto de los ciudadanos, la convivencia en armonía, la felicidad en todo y para todos, la ausencia casi total de conflictos.
“Casi”. Ésa era la maldita cuestión. Porque, incluso en un sistema sin fisuras como Arcadia, no faltaban los elementos desestabilizadores, los insatisfechos, los disconformes. Y era eso lo que le inquietaba, lo que llegaba incluso a enfurecerle, lo que hacía que, en mañanas como aquella, su trabajo le pareciera una tarea insoportable: que aún hubiera gente incapaz de comprender la grandeza de la sociedad en la que les había tocado vivir, de valorar la inmensa suerte que tenían. Le indignaba la ceguera de ciertos individuos, incapaces de reconocer lo evidente: que Arcadia era el paraíso en la Tierra , el Estado Ideal que la humanidad siempre había soñado.
Clicó en su carpeta de tareas y comprobó que ningún milagro administrativo había borrado la primera de ellas: J. K. L., mayor de edad, soltero, estudiante. Los servicios de Seguridad Civil lo habían vigilado durante meses y el informe que habían elaborado no dejaba lugar a dudas: era un tipo peligroso. A Hunter le repugnaba lo que tenía que hacer con él pero tenía que hacerlo. Detenerlo, iniciar un largo programa de recondicionamiento en la unidad de psicoterapia de un hospital estatal y, si el programa fracasaba (lo cual era cada vez más frecuente), recluirlo para siempre en una institución para incurables.
La foto mostraba un individuo inofensivo en apariencia pero Hunter no se iba a dejar engañar por su aire soñador ni por su gesto pacífico. Él mejor que nadie conocía el peligro que se escondía tras el pelo descuidado, tras el piercing en la oreja; nadie mejor que él sabía cuánto daño podía hacer a la perfecta sociedad de Arcadia un sujeto capaz de pasearse retadoramente por las calles de la ciudad con una libreta y un bolígrafo en la mano.
Las armas de creación masiva... dicen que las hay...
ResponderEliminarBesos¡¡
¡Ya lo creo que las hay!
EliminarYa lo dijo el poeta: "Nos queda la palabra".
Abrazo, reina.