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viernes, 12 de abril de 2013

LA PLAGA

¿Ficción científica? 
(Un 98,4 de ADN en común)







Pan troglodytes

Solo la luz de la luna rompía la oscuridad que reinaba a su alrededor. Pero el traslado al nuevo lugar, en el que ya podían observar el paso de los días y las noches, llegaba un poco tarde: hacía mucho que habían dejado de contar el tiempo que llevaban encerrados.
Desde la humedad de su rincón, Horn observó a su compañero y, una vez más, sintió la angustia que le producía comprobar su deterioro.
Una tarde, cuando exploraban los alrededores del asentamiento, habían caído en una de las muchas trampas que el Enemigo tendía alrededor de su territorio y, desde que los habían capturado, la salud de Tar no había hecho más que debilitarse. Tiritaba constantemente, tosía con frecuencia y siempre estaba cansado; su piel tenía un tono ceniciento, había perdido gran parte de su pelo y los ojos se le hundían en las órbitas como si huyeran de una realidad imposible de soportar. Tampoco tenía apetito y Horn empleaba toda su paciencia y todo su poder de convicción en conseguir que aceptara algo de comida. Al final, Tar cedía de mala gana: masticar un simple plátano le llevaba varios minutos y, por la fatiga que mostraba, debía de costarle un gran esfuerzo.
Horn sentía su ánimo desfallecer cuando veía al Jefe en aquel estado que, ese era su miedo, presagiaba la muerte. Tar había sido el más fuerte y vigoroso del Clan, había vencido a todos sus oponentes y había demostrado que era el más adecuado para dirigirlos. Ostentaba la jefatura desde hacía muchas estaciones, tantas que Horn no recordaba al Clan bajo el mando de otro, pero su juventud había pasado hacía tiempo y el cautiverio no había hecho más que precipitar su decadencia.
Y ahora estaba allí, delgado y débil, respirando fatigosamente, acurrucado al otro extremo de la jaula como una criatura asustada. Horn lo miró una vez más y se estremeció al imaginar lo que sería su existencia cuando Tar le abandonara. Habían sobrevivido hasta entonces apoyándose el uno en el otro en los momentos en que la desesperación los acosaba, pero él no se sentía con fuerzas para resistir en solitario.
Tar se estremeció ligeramente, abrió los ojos y le buscó con la mirada. Horn se incorporó y se acercó a él.
—¿Estás bien? ¿Te traigo un poco de agua?
Tar negó con la cabeza y le miró con la pena y la resignación de un moribundo.
—¿Recuerdas la profecía, Horn? —dijo en un susurro.
—Claro que la recuerdo, Jefe.
Los ojos de Tar se volvieron hacia un vacío que sólo él podía ver.
—“De los nuestros, de nuestra estirpe —empezó a recitar con voz dolorida—, de nuestra sangre, nacerá el que se ponga en pie y levante los brazos al cielo. Su pecado será la soberbia y sus hijos, los hijos de sus hijos y todos  sus descendientes, serán la plaga que acabe con el mundo y con la vida”.
Los párpados arrugados de Tar se cerraron, su cuerpo se relajó y en su rostro se dibujó el alivio del que por fin ha encontrado el descanso.
Horn lo miró unos segundos. Luego se movió hacia la ventana por la que entraba la luz de la luna, levantó la cabeza y descargó todo su dolor en un aullido.

Por el pasillo central del Departamento de Investigación Animal, con su bata blanca y su cuaderno de notas, el doctor Reynolds se acercaba al laboratorio de experimentación con primates. El equipo estaba muy preocupado por el estado de uno de los chimpancés.

3 comentarios:

  1. Sigo el relato pensando en un escenario, de pronto me sacude el desconcierto al leer que Horn mira por la ventana, luego me doy cuenta del escenario real... y de la angustia.
    Es un relato estremecedor y estupendo, Vichoff.
    Enhorabuena.

    Un besazo, hermana.

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  2. No sabemos de dónde venimos, hermana.
    :-)
    Abrazo enorme.

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  3. Nunca se sabe lo que te encontrarás al final, en eso reside un buen relato.
    Besos

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