Sacado del fondo del armario.
Bueno, del fondo no, del segundo cajón.
Foto tomada de www.tripadvisor.com.ar
SUPERVIVIENTE
Miyoko
nació el seis de agosto de mil novecientos treinta. El parto se había
adelantado una luna y Miyoko nació pequeña, delgada y tan débil que apenas tuvo
fuerzas para respirar. Su abuela Mariko la tomó en brazos, le limpió la cara
con un lienzo de lino y la puso sobre el vientre de su madre.
—Dale
tu calor, Kimiko, o no llegará a ver el sol de mañana.
Miyoko
no sabía mamar. Durante sus primeras semanas de vida se alimentó de la leche
que su madre, apretándose el pecho, dejaba caer sobre su boca. A pesar de la
fatiga, la pequeña se afanaba en tragar cada gota y cuando su madre rozaba la
palma de su mano con un dedo, los de la niña se cerraban en torno a él. La
abuela Mariko, al ver el empeño de la criatura en seguir viviendo, la miraba
con orgullo y decía en voz baja: "Es luchadora, sobrevivirá".
Cuando
Miyoko tenía siete años, la mula de su vecino, el señor Nakamura, la coceó cuando
pasaba junto a la cerca y le rompió una pierna. Tuvo una infección tan grande
que llegaron a temer por su vida, incluso pensaron que, de salvarse, quedaría
coja para siempre. Pero Miyoko, con la misma tenacidad con que
había bebido la leche de su madre, luchó contra la fiebre y contra el
dolor y, a los pocos meses, caminaba como si nada hubiera sucedido.
El día
de su decimoquinto cumpleaños, Miyoko se levantó temprano, puso guisantes y
arroz cocido en la caja para el almuerzo y se despidió de su madre.
—Itekimas,
okásan.
—Iterasai,
Miyoko san.
Cogió
su bicicleta y empezó a pedalear fuerte hacia la ciudad. Eran ya las ocho de la
mañana y no quería llegar tarde a la escuela. Todos los alumnos habían sido
movilizados por una Orden de Gobierno para realizar trabajos de prevención de
incendios y el maestro les había insistido en la importancia de la tarea. Si se
daba prisa, llegaría antes de las ocho y media.
Eran
las ocho y cuarto cuando empezó a cruzar el puente Kyobashi. Miyoko levantó la
cabeza hacia el cielo y agradeció el calor del sol y el aire limpio de la
mañana. Sonrió al pensar en Yoshio, su compañero de clase, que la víspera
la había obsequiado con una sonrisa y con un cisne de
papel doblado, y en el regalo de cumpleaños que la esperaba
cuando volviera a casa. Fue su último pensamiento antes de que la nube de
viento abrasador la engullera e incendiara sus ropas.
Durante
semanas, Kimiko curó las quemaduras del cuerpo de su hija. Al caer de la
bicicleta, envuelta en llamas, Miyoko había rodado sobre el suelo y,
finalmente, había saltado al río. Eso había salvado su vida.
Era una
superviviente y había sobrevivido pero hasta que murió, el doce de octubre de
mil novecientos noventa y cinco, no dejó de recordar ni un solo día la mañana de
agosto en la que el sol había desaparecido ante sus ojos, eclipsado por una nube
de uranio preñada de muerte.
Terrible historia, no exenta de que se repita en cualquier lugar del planeta tierra.
ResponderEliminarUn abrazo.
Podría ser la historia de cualquiera de los supervivientes de la locura humana, Rosa querida.
EliminarUn abrazo enrome.
Hay heridas que se curan pero no cicatrizan nunca... Gracias por hacernos recordar con este emotivo y precioso relato.
ResponderEliminarBesos y abrazos.
Ya sabes, niña dulce: de vez en cuando hay que recordar la historia para no repetirla.
EliminarUn abrazo muy grande.