Otro mueble de Manseon.
Foto tomada de entrebarrancos.blogspot.com
LA CENA
—¿Qué hace, señorita Robles?
Marion, el ama de llaves, me dedica una mirada de ligero reproche cuando se asoma al comedor y
me ve aplicada a la tarea de poner los
cubiertos en la mesa.
—¿Carne o pescado? —pregunto como si no la hubiera oído. Pero le sonrío y
ella comprende.
—Carne, querida—me contesta en tono profesional. Y sonríe también mientras
se acerca a mí—, el famoso roast-beef de Arthur, con varias salsas de mostaza y
verduras asadas en pudding de Yorkshire.
—Eso suena delicioso, Marion —digo mientras le paso la bandeja con los
cubiertos—. Disculpe la intromisión pero me hacía ilusión preparar una mesa
para tanta gente.
Me mira confundida.
—¿Ilusión?
—Sí. ¿Le extraña? —Marion asiente y entonces le explico—. Mi padre murió
cuando mi hermano y yo éramos pequeños, nuestros parientes vivían lejos y en mi
casa solo recuerdo mesas con tres servicios. Me habría gustado tener más
hermanos, tíos o primos que nos visitaran, amigos de los que vienen a verte y
se quedan a dormir. Me habría gustado ver la mesa del comedor de mi casa
extendida, cubierta con un bonito mantel de hilo blanco y dispuesta con la
vajilla de mi madre, con las copas de cristal tallado de mi abuela, con los
cubiertos de plata, esperando a que llegaran amigos o parientes y la casa se
llenara de risas y olor a asado.
—Ya comprendo.
—Por eso me gusta esta casa, Marion, es lo más parecido que he encontrado a
ese deseo que nunca se cumplió.
—Le confesaré una cosa: a mí también me gusta verles a todos ustedes
alrededor de la mesa. De alguna manera, somos como una gran familia, ¿no cree?
Lo creo, sí. Una familia, con todo lo que eso implica.
—¿Sabe si Héctor está en el salón? Me apetece un martini y él los prepara
como nadie.
—No sabría decirle, miss Robles, vi al señor Latorre a la hora del
desayuno, dijo algo sobre un paquete que tenía que enviar así que es probable
que haya ido al pueblo, a la oficina de correos. Quien sí está en el salón es
el señor Cooper.
—Gracias, Marion.
Encuentro a Benjamin sentado frente al ventanal que da al jardín, mira a lo
lejos, hacia el invernadero, y acaricia
a Kant que ronronea en su regazo.
Sigo su mirada y descubro a Louise en el exterior, inclinada sobre un macizo de
hortensias. Cambio de opinión y, en lugar de acercarme a Benjamin, doy la
vuelta, cruzo el salón y salgo al tibio sol de la tarde. Louise me ve llegar
pero se mantiene en silencio, ni siquiera hace un intento de sonreír, pero sé
que se alegra de verme, que espera mi mano en su hombro y el beso con el que la
saludo. No decimos nada. Desde los tiempos de Londres hay entre nosotras una
complicidad, una especie de empatía que, en muchas ocasiones, hace innecesarias
las palabras. Le aparto el pelo de la cara y le acaricio ligeramente la
mejilla. Entonces le brota un brillo casi alegre en los ojos.
—Algún día tendrás que explicarme cómo consigues ese maravilloso color
azul, Louise —le digo, admirando las hortensias, y regreso a la casa.
Benjamin nos ha visto desde su puesto de vigilancia y, cuando vuelvo a
entrar en el salón, me señala el sillón que está a su derecha y me invita a
sentarme.
—Algún día conseguiremos que sonría, Vic —dice mirando hacia Louise.
—Estoy segura de ello, Ben.
En ese momento llega Akane. Ha debido de entrar por la puerta de atrás
porque no me he cruzado con ella. Lleva una cesta llena de flores y hojas
verdes. Nos saluda con gesto alegre y anuncia:
—Voy a preparar unos bouquets para la mesa.
Y sale en dirección al comedor. Benjamin me mira.
—Akane ya empieza a hacerlo —dice, y yo caigo en la cuenta de que se
refiere a la sonrisa que nos ha dedicado nuestra amiga japonesa.
—Le sentó muy bien la fiesta de su cumpleaños. Qué bonita estaba con aquel
vestido de color perla…
—Respecto a esa fiesta hay una cosa que me tiene muy intrigado, querida.
—¿Qué cosa es?
Benjamin me mira a los ojos y luego rodea mi rostro con la mirada.
—Me pregunto cómo conseguiste reducir esa maraña de pelo a la disciplina de
un moño estirado.
Mi carcajada es explosiva, incontenible.
—Trucos de mujer —le digo cuando consigo dejar de reír.
Kant despierta en ese momento, se despereza y salta al
suelo sin fijarse en mí. Le llamo pero no me hace caso, no sé si no me oye o si
ha decidido ignorarme porque va derecho hacia la cocina. Tal vez va a suplicarle
a Marion una pequeña porción de roast-beef, tal vez va en busca de Schrödinger, su alma gemela.
—¿Dónde has dejado tus cuadernos? —pregunta de pronto Benjamin.
—En la biblioteca, estuve leyendo y escribiendo un rato antes de…
—¿Sobre qué escribías? —me interrumpe.
—Estaba escribiendo un relato sobre… —empiezo a decir.
Pero me detengo. No sé cómo explicarle a Ben que anoche, mientras daba
vueltas en la cama buscando un sueño que se resistía a llegar, recordé la
fiesta de Akane, cuando pasamos al salón después de cenar y, entre murmullo de
voces y crujidos de seda, comenzamos a
situarnos, a escenificar una lenta coreografía que poco a poco, al ritmo de “As time goes
by”, fue distribuyendo personas y
ubicaciones —bailando en el centro de la habitación, saboreando una copa junto
al fuego, charlando en voz baja— hasta componer un cuadro que parecía la mise en scène de un exquisito
escenógrafo. El aire del salón se posaba liviano sobre las figuras que se
movían lentamente o se detenían junto al sofá o la chimenea, la luz envolvía
algunos cuerpos y parecía aislarlos del resto mientras a otros los esquivaba
como si quisiera ocultarlos y la música llenaba el espacio de notas evocadoras.
Y entonces pensé, una vez más, como
tantas otras veces he pensado, que quizás la vida de todos y cada uno de
nosotros, todas las circunstancias que nos habían conducido hasta allí y todo
lo que había ocurrido y podía ocurrir en el futuro, podría no ser otra cosa que
el sueño de una mente lejana; que nuestra realidad, tan real a nuestros ojos,
podría no ser más que un mundo que alguien imagina y en el que nos movemos a su
antojo, como los personajes de las novelas que llenan los anaqueles de la
biblioteca, y no hay nada que garantice que nuestra existencia sea más cierta o
consistente que la suya.
En cualquier caso, seamos reales o irreales, estemos hechos de carne y
hueso o del material con el que se fabrican los sueños, lo cierto es que cada día
que pasa estamos más cerca unos de otros, cada día añade una gota de
aproximación, de comprensión, de afecto, como si alguien se hubiera empeñado en
convertir a un grupo de perfectos desconocidos en una pandilla de viejos
amigos.
Oímos la voz de Liam que se acerca por el pasillo explicándole a Arthur las
maravillas de su nuevo auto y, a través del ventanal, vemos a Héctor que camina
hacia la casa.
—¡Mira, es Héctor! —exclamo. Me alegra la llegada de nuestro amigo porque
me permite cambiar de conversación —Voy a pedirle que me prepare un martini.
Confieso que me he despistado en el relato tan minucioso y detallista, con todo lujo de detalles; como acostumbras a regalarnos. Pensé que el final me desvelaría algo oculto en el mueble de Manseon, después he comprendido que es en sí mismo, el sueño de una excelente anfitriona.
ResponderEliminarGracias por la invitación Lady Vic.
Gracias, Rosa. El juego de Manseon consistía en poner una mansión (Manseon), ocho personajes (más el ama de llaves y el mayordomo) ,con algunas características prefijadas, reunidos en ella y, a partir de ahí, construir sus historias.
EliminarYo me quedé con Victoria Robles, una mujer de veinte años y enredado cabello pelirrojo que escribía relatos que nunca sabía cómo terminar y tenía un gato.
Fue una experiencia muy bonita.
Gracias por la visita, ya sabes que siempre es un placer recibirte.
Besos.