ASUNTO PENDIENTE
“...los hay que dicen que, si al morir dejas cosas por hacer en este
mundo, te conviertes en una especie de alma errante...” David Meyer, “Rubia”
Manuel podía hablar del tema con
conocimiento de causa. Se acababa de cumplir el noveno aniversario de su muerte
y, en nueve largos años, no había conocido el sosiego.
Al principio todo fue bien, conforme a lo
previsto: el largo túnel negro, la luz blanca y brillante al final y un
bienestar que no había sentido nunca. Pero, cuando salió del túnel y desembocó
en el ruedo luminoso, una presencia revestida de severidad le formuló la gran
pregunta: “¿Dejas algún asunto pendiente?”. Iba a decir que no con absoluta
sinceridad cuando la memoria, que tanto le había fallado en otras ocasiones, le
presentó el recuerdo de Isabel. La negación se le quedó atascada en la
garganta. “¿Y bien?”, apremió la presencia. “Mmmm...”, empezó a contestar,
aunque no recordaba haber oído su voz, “... algo queda, sí”. “Pues ya sabes lo
que te toca”.
Y lo que le había tocado era vagar
errante, como un vagabundo terrestre cualquiera, sin hogar ni refugio, por
todos los mundos posibles. El tiempo cunde mucho cuando se está instalado en la
eternidad y, en nueve años, Manuel ya había visitado el pasado en todas sus
versiones, todos los futuros imaginables (desde el más probable hasta el más
disparatado) y todos los universos paralelos. Y, aunque en todos ellos había
encontrado siempre cosas que le habían admirado y sorprendido, lo cierto era
que empezaba a aburrirse.
Y es que no era nada fácil regresar para
resolver un asunto pendiente. Había tenido tiempo de trabar conocimiento con
muchas de las infinitas criaturas que pueblan el éter y había averiguado que la
facilidad para ponerse en contacto con la realidad que se había dejado atrás
variaba en función de ciertos factores. Pero aún no sabía cuáles eran
exactamente. Eso hacía que se irritara más aún cuando pensaba en algunos
compañeros de quinta que habían abandonado la Tierra de Nadie al poco tiempo de llegar. No
alcanzaba a entender cómo lo habían conseguido.
Se sentó meditabundo en un rincón del
tiempo (exactamente, el anochecer del 31 de diciembre de 19 68,
era una fecha que le gustaba especialmente) y suspiró pensando en que tal vez
nueve años no eran más que el comienzo de un desarraigo eterno.
Vio que Kulk llegaba presuroso después de
doblar la esquina de las 17,45.
Era un buen tipo de la categoría de los Guardianes y en alguna ocasión le había
permitido acompañarle en su trabajo.
—¿Vienes? —le preguntó al pasar
—¿Dónde vas?
—Una güija
—¿Una güija? ¿Tú vas a esos sitios?
—Cuando es Carol la que me llama... sí
—sonrió Kulk—. Esa chica tiene una energía tremenda. ¿Vienes o no?
Claro que iba. No tenía nada mejor que
hacer en aquel momento. Se puso a su lado y le siguió a través varias
dimensiones espaciales y temporales a una velocidad que le resultó excesiva.
Cuando entraron en la habitación abuhardillada a Manuel le faltaba el aliento.
—Joder, tío, que soy novato —se quejó.
Alrededor de la güija se apiñaban cinco
niños y una mujer. “Son los primos”, explicó Kulk, “y ella es la tía Irene”.
“Ah”, se asombró Manuel, “ya los conoces”. “Ya te digo que Carol tiene mucha
energía, he venido más veces. Además”, añadió, “soy el Guardián de su tía”.
“¿De ésta?” “No, de otra. Irene es la pequeña. Mi pupila es la mayor”
Los niños ya habían empezado a formular
preguntas. Querían saber de todo: cómo se llamaba, qué tal se estaba en las
regiones en las que él habitaba, cuántas asignaturas iban a suspender, de qué
sexo era el niño que esperaba la tía Matilde, cuánto tiempo tardaría Teresita,
la niña que le gustaba a Mauricio, en hacerle caso. Kulk les contestaba
despacio y con discreción. Cuando los niños le preguntaron si Dios existía se
limitó a contestar que no podía responder a ese tipo de preguntas. Luego los
niños quisieron saber si habían vivido otras vidas. Kulk se las explicó, niño a
niño, vida a vida. Manuel asistía embobado al ir y venir de la moneda sobre la
cartulina.
—¿Cómo lo haces, colega? —quiso saber
—Es sencillo —explicó Kulk—: miro la
moneda y luego la letra a la que quiero ir. Mi voluntad se canaliza a través
los dedos que están en contacto con la moneda y... la moneda se mueve.
—Dicho así —dijo Manuel— ... suena fácil.
Se oyeron unos pasos en la escalera, los
niños dejaron de prestar atención al tablero y miraron hacia la puerta.
—Vamos, niños, es tardísimo —anunció la
mujer que acababa de llegar. Tenía cuarenta y tantos años y un rostro sereno.
Nada más verla, Manuel sintió que algo
parecido a un viento helado atravesaba su ser incorpóreo.
—¿Qué te pasa? —preguntó Kulk al sentir
su inmovilidad.
—Isabel... —acertó a murmurar mirando a
la mujer
—¿La conoces? —preguntó Kulk
—La
conocí —dijo en un susurro— Hace veinticinco años.
Entonces, como si de repente se le
hubiera disparado un mecanismo impulsor, Manuel apartó a Kulk de un manotazo,
se inclinó sobre la güija y miró fijamente la moneda. Sin decir nada, los niños
volvieron a colocar sus dedos sobre ella.
—No empecéis otra vez, por favor —dijo la
mujer sonriendo.
Y se asomó al tablero justo a tiempo de
ver cómo la moneda corría frenéticamente de una letra a otra:
I-S-A-B-E-L-S-O-Y-M-A-N-U-E-L-Y-T-E-Q-U-I-E-R-O.
Qué magnifica relación entre el espacio y el tiempo en una eternidad ("un rincón del tiempo"). Entiendo que te enternezca, es de esos finales...
ResponderEliminarBesos, paisana.
Ya sabes que me gustan los finales felices, paisa.
EliminarUn abrazo muy grande.