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jueves, 6 de marzo de 2014

ASUNTO PENDIENTE

Fondoarmario total, no es gran cosa pero... no sé... me enternece.






ASUNTO PENDIENTE

“...los hay que dicen que, si al morir dejas cosas por hacer en este mundo, te conviertes en una especie de alma errante...”  David Meyer,  “Rubia”

Manuel podía hablar del tema con conocimiento de causa. Se acababa de cumplir el noveno aniversario de su muerte y, en nueve largos años, no había conocido el sosiego.
Al principio todo fue bien, conforme a lo previsto: el largo túnel negro, la luz blanca y brillante al final y un bienestar que no había sentido nunca. Pero, cuando salió del túnel y desembocó en el ruedo luminoso, una presencia revestida de severidad le formuló la gran pregunta: “¿Dejas algún asunto pendiente?”. Iba a decir que no con absoluta sinceridad cuando la memoria, que tanto le había fallado en otras ocasiones, le presentó el recuerdo de Isabel. La negación se le quedó atascada en la garganta. “¿Y bien?”, apremió la presencia. “Mmmm...”, empezó a contestar, aunque no recordaba haber oído su voz, “... algo queda, sí”. “Pues ya sabes lo que te toca”.
Y lo que le había tocado era vagar errante, como un vagabundo terrestre cualquiera, sin hogar ni refugio, por todos los mundos posibles. El tiempo cunde mucho cuando se está instalado en la eternidad y, en nueve años, Manuel ya había visitado el pasado en todas sus versiones, todos los futuros imaginables (desde el más probable hasta el más disparatado) y todos los universos paralelos. Y, aunque en todos ellos había encontrado siempre cosas que le habían admirado y sorprendido, lo cierto era que empezaba a aburrirse.
Y es que no era nada fácil regresar para resolver un asunto pendiente. Había tenido tiempo de trabar conocimiento con muchas de las infinitas criaturas que pueblan el éter y había averiguado que la facilidad para ponerse en contacto con la realidad que se había dejado atrás variaba en función de ciertos factores. Pero aún no sabía cuáles eran exactamente. Eso hacía que se irritara más aún cuando pensaba en algunos compañeros de quinta que habían abandonado la Tierra de Nadie al poco tiempo de llegar. No alcanzaba a entender cómo lo habían conseguido.
Se sentó meditabundo en un rincón del tiempo (exactamente, el anochecer  del 31 de diciembre de 1968, era una fecha que le gustaba especialmente) y suspiró pensando en que tal vez nueve años no eran más que el comienzo de un desarraigo eterno.
Vio que Kulk llegaba presuroso después de doblar la esquina de las 17,45. Era un buen tipo de la categoría de los Guardianes y en alguna ocasión le había permitido acompañarle en su trabajo.
—¿Vienes? —le preguntó al pasar
—¿Dónde vas?
—Una güija
—¿Una güija? ¿Tú vas a esos sitios?
—Cuando es Carol la que me llama... sí —sonrió Kulk—. Esa chica tiene una energía tremenda. ¿Vienes o no?
Claro que iba. No tenía nada mejor que hacer en aquel momento. Se puso a su lado y le siguió a través varias dimensiones espaciales y temporales a una velocidad que le resultó excesiva. Cuando entraron en la habitación abuhardillada a Manuel le faltaba el aliento.
—Joder, tío, que soy novato —se quejó.

Alrededor de la güija se apiñaban cinco niños y una mujer. “Son los primos”, explicó Kulk, “y ella es la tía Irene”. “Ah”, se asombró Manuel, “ya los conoces”. “Ya te digo que Carol tiene mucha energía, he venido más veces. Además”, añadió, “soy el Guardián de su tía”. “¿De ésta?” “No, de otra. Irene es la pequeña. Mi pupila es la mayor”
Los niños ya habían empezado a formular preguntas. Querían saber de todo: cómo se llamaba, qué tal se estaba en las regiones en las que él habitaba, cuántas asignaturas iban a suspender, de qué sexo era el niño que esperaba la tía Matilde, cuánto tiempo tardaría Teresita, la niña que le gustaba a Mauricio, en hacerle caso. Kulk les contestaba despacio y con discreción. Cuando los niños le preguntaron si Dios existía se limitó a contestar que no podía responder a ese tipo de preguntas. Luego los niños quisieron saber si habían vivido otras vidas. Kulk se las explicó, niño a niño, vida a vida. Manuel asistía embobado al ir y venir de la moneda sobre la cartulina.
—¿Cómo lo haces, colega? —quiso saber    
—Es sencillo —explicó Kulk—: miro la moneda y luego la letra a la que quiero ir. Mi voluntad se canaliza a través los dedos que están en contacto con la moneda y... la moneda se mueve.
—Dicho así —dijo Manuel— ... suena fácil.
Se oyeron unos pasos en la escalera, los niños dejaron de prestar atención al tablero y miraron hacia la puerta.
—Vamos, niños, es tardísimo —anunció la mujer que acababa de llegar. Tenía cuarenta y tantos años y un rostro sereno.
Nada más verla, Manuel sintió que algo parecido a un viento helado atravesaba su ser incorpóreo.
—¿Qué te pasa? —preguntó Kulk al sentir su inmovilidad.
—Isabel... —acertó a murmurar mirando a la mujer
—¿La conoces? —preguntó Kulk
 —La conocí —dijo en un susurro— Hace veinticinco años.
Entonces, como si de repente se le hubiera disparado un mecanismo impulsor, Manuel apartó a Kulk de un manotazo, se inclinó sobre la güija y miró fijamente la moneda. Sin decir nada, los niños volvieron a colocar sus dedos sobre ella.
—No empecéis otra vez, por favor —dijo la mujer sonriendo.

Y se asomó al tablero justo a tiempo de ver cómo la moneda corría frenéticamente de una letra a otra:
I-S-A-B-E-L-S-O-Y-M-A-N-U-E-L-Y-T-E-Q-U-I-E-R-O.


2 comentarios:

  1. Qué magnifica relación entre el espacio y el tiempo en una eternidad ("un rincón del tiempo"). Entiendo que te enternezca, es de esos finales...
    Besos, paisana.

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    Respuestas
    1. Ya sabes que me gustan los finales felices, paisa.
      Un abrazo muy grande.

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