EL PREMIO
Helen se sorprendió al llegar a la cocina y no encontrar allí a Frank
mordisqueando una torta de maíz y mirando en la tele las noticias de la mañana,
pero enseguida intuyó lo que pasaba. Se sirvió una taza de café y se dirigió al
salón. Frank estaba sentado en el sofá y miraba fijamente a la chimenea como si
algo interesantísimo estuviera ocurriendo allí. Se sentó a su lado.
—¿No piensas ir a trabajar hoy?
Frank no disimuló su cabreo.
—Eso debería hacer: no ir —dijo con voz ronca.
Helen esperó unos segundos antes de contestar.
—¿Y ganarías algo con eso?
—¿He ganado algo yendo estos diez años? —contestó Frank airadamente
mientras se ponía en pie— ¿He ganado algo con dejarme media vida en ese maldito
despacho, desde las nueve de la mañana hasta las ocho o las nueve o las diez de
la noche? Tú deberías saber la respuesta, Helen, has sido la primera
perjudicada.
—Cariño, yo…
—Lo que he ganado es esto, Helen: acudir hoy también, puntual como siempre,
trabajador como siempre y responsable como siempre, en lugar de estar en la
central de Nueva York firmando mi traslado y mi ascenso. Este es mi premio,
quedarme donde estoy mientras ese cabrón lameculos de Patrick empieza mañana en
Wall Street.
Sin esperar su réplica, Frank cogió el portafolios y salió del salón.
El portazo sonó como un disparo y Helen pensó que le llamaría un poco más tarde
para asegurarse de que había llegado bien al despacho y de que se le había
pasado un poco el enfado.
Frank tenía razón pero ella no podía permitir que el desánimo y la frustración
ganaran la batalla. Cuando estuviera más calmado hablaría con él para
convencerle de que no todo estaba perdido.
Durante un buen rato se quedó sentada en el sofá, bebiendo el café a
pequeños sorbos, pensando en las palabras que serían más adecuadas para
convencerle de que no era un fracasado. Cuando el café se terminó, fue a la
cocina, dejó la taza en el fregadero y subió al primer piso para hacer la cama.
Bajó de nuevo a la cocina y decidió desayunar con calma. Sacó la
mantequilla del frigorífico, se sirvió un zumo de naranja, puso pan en la
tostadora, marcó el número del despacho de Frank y encendió el televisor.
—Dime —dijo Frank.
Helen tardó unos segundos en responder, su mirada se había quedado
clavada en la pantalla.
—Frank —dijo sin apenas voz—… ¿dónde está —carraspeó—… dónde está
exactamente la oficina central?
—¿La central? En el World Trade Center, en la torre Norte.
Unos segundos más, los que Helen tardó en tragar saliva.
—¿En la torre Norte? ¿En qué piso exactamente?
—En el 102, ¿qué te pasa, Helen, por qué preguntas eso ahora?
Helen se dejo caer sobre una silla y empezó a llorar. Pero cuando
contestó su voz tenía una extraña alegría.
—Pon las noticias, Frank, podrás ver tu premio.
Y siguió llorando sin notar el olor a quemado que salía
de la tostadora.
A veces suceden cosas así, que el premio está donde menos se espera.
ResponderEliminarBesos.
Eso es, Rosa preciosa.
EliminarBesos.
No debemos alegrarnos de la desgracia ajena pero sí es verdad que a veces lo malo para unos es bueno para otros. Muy bueno.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias por leer, Josep.
EliminarYa sabes cuánto me gusta contar con tu compañía lectora.
Un abrazo.
Qué bueno… y qué razón tiene MariFé de Alejandría. Me gusta como piensa esa mujer y como escribes tú.
ResponderEliminarBesos y abrazos a ambas.
El gusto es recíproco, niña dulce.
EliminarEn cuanto a MariFé, ya sabes cuánto te aprecia.
:-)
Besos y abrazos de las dos.
Desde luego, qué gran premio les tocó con el no ascenso... Si es que los renglones torcidos muchas veces van más rectos de lo que vemos.
ResponderEliminarBesazo, hermana!!
Exacto, hermana: muy rectos.
EliminarUn abrazo enorme.