Fondoarmario total. Y a pesar de los años que tiene... me sigue gustando.
SE SIRVE FRÍO
El anciano está sentado frente al ventanal en un amplio sillón de
orejas. Tiene las piernas tapadas con una manta de cuadros rojos y verdes que
parece esponjosa y cálida. El brazo derecho se le pega al cuerpo como si
tuviera un imán en las costillas y la mano se retuerce, crispada, en un ángulo
casi imposible. En la comisura de los labios, ligeramente desviada hacia la
izquierda, brilla un hilillo de baba. El ventanal se abre a un jardín frondoso
y asombrosamente verde. Está lloviendo.
Una mujer de unos cincuenta años, menuda, con el pelo recogido en un
moño bajo, entra en la habitación sin hacer apenas ruido y se acerca al
anciano.
—Don Hilario —dice agachándose frente a él como si quisiera asegurarse
de que la ve—, ha llegado el doctor.
Casi al mismo tiempo, el doctor entra por la puerta, se acerca al
ventanal y se sienta en un sillón idéntico al que ocupa el hombre. La mujer se
retira.
—Un día magnífico, Hilario —dice el doctor palmeando el brazo
izquierdo del anciano—: no hace calor, el aire está limpio y por fin llueve.
Suspira y saca una pipa del bolsillo derecho de la chaqueta. Luego
saca del izquierdo un paquete de tabaco y empieza a llenar la cazoleta
lentamente, con parsimonia, como si cada movimiento exigiera una precisión casi
científica, como si siguiera un estricto ritual.
—He recibido los resultados de los análisis y del scanner que te hicimos
la semana pasada, Hilario —dice mientras enciende la pipa y aspira varias veces
para asegurarse de que el tabaco prende bien—, y me alegra enormemente decirte
que estás sano como una manzana...
Palmea otra vez el brazo del anciano. Éste gira la cabeza y le mira
con expresión indescifrable.
—... porque eso quiere decir que…
El hombre retira el brazo con un movimiento que quiere ser brusco y
con una crispación apenas perceptible en el rostro.
—Compréndeme, Hilario —dice el doctor arrellanándose en el sillón y
lanzando al aire pequeñas nubes de humo blanco y oloroso—. Nunca le deseé mal a
nadie pero... contigo he hecho una excepción. No puedo perdonarte lo que le
hiciste a Catalina —Hace una pausa y mira de reojo a su silencioso
interlocutor—. Yo la amaba, ya sabes. Tú... no sólo me la quitaste, además te
dedicaste, durante años, a hacerla desgraciada. Hasta que ella no pudo
soportarlo más y desapareció de tu vida y de la mía.
El doctor levanta los ojos hasta el techo con gesto tranquilo y fija
la vista en las volutas de una moldura.
—De modo que, mi querido amigo —continúa con voz lenta, un poco ronca—...
yo seguiré viniendo a verte cada día para interesarme por tu salud pero, sobre
todo, vendré para contarte lo hermosa que es la vida ahí fuera; para consolarme
viendo cómo, inválido y mudo, te consumes en esta casa desangelada. Vendré, en suma, para amargarte los días que te quedan. Y teniendo en cuenta lo bien que te
cuido—el doctor sonríe ligeramente—, espero que sean muchos.
Pobre consuelo. ¿Compensará la satisfacción de la venganza el dolor de la pérdida de quien amó? Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarUn abrazo.
Al doctor se ve que sí le compensaba, Josep.
Eliminar:-)
Otro abrazo para ti, y gracias, siempre.
.
ResponderEliminar¿No leí este bien servido plato frío en nuestro Patio? ¡Ah! A los buenos patienses se les nota su especial impronta a 100 km de distancia, algo como haber sido interno en el Eton College o en la Harvard University.
Cienes siempre.
:-)
En efeto, Sap, allí lo leíste. Eso te ayudará a hacerte idea de su antigüedad.
EliminarSí, Harvard, ¿cómo lo has sabido?
:-)
Cienes, sevillano de mis amores.
Con alevosía y premeditación… y no lo digo solo por el médico. Hay que ver cómo me has engañado. Me encanta esta venganza, es genial e imaginativa.
ResponderEliminarBesos y abrazos.
¿Te engañé? Qué bien.
EliminarGracias, niña dulce, besos (muchos)