Hace algún tiempo, no demasiado lejano, los niños vivían en la vida, no en una burbuja.
SOPAS DE LECHE
Pasaba por delante
de la casa cuatro veces al día, las mismas que hacía el camino de ida y vuelta
al colegio. Cuando llegaba el buen tiempo, la puerta de doble hoja estaba
abierta de par en par y la mujer solía estar sentada en el zaguán, en una silla
baja de enea, amamantando a un bebé, mientras un número indefinido de niños
correteaban a su alrededor. Nunca supo exactamente cuántos eran pero el mayor,
por el tamaño, debía de tener la misma edad que ella. Siempre se preguntó por
qué no iban a la escuela.
En su memoria se
mezclan los recuerdos, las imágenes de aquella familia en la que faltaba la
figura del padre. Alguna vez vio al veterinario (alto, corpulento, canoso ya,
con traje negro y sombrero) hablando con la mujer a la puerta de la casa, pero
nunca encontró justificación a aquella presencia. Confusamente, como la
secuencia borrosa de una antigua película, se abre paso en su mente una vista
de un comedor con los muebles justos y todos los niños sentados a la mesa,
tomando leche con sopas de pan. Sería una estampa normal si no fuera porque, de
eso estaba segura, era mediodía. También hay en su recuerdo fotos fijas de los
rostros de aquellos niños, morenos, flacos, indistinguibles, con la ropa no
demasiado limpia y la nariz llena de mocos.
Lo que no consigue
recordar con exactitud es cómo llegó a entrar en la casa aquella tarde, si
alguien le dio la noticia y fue por su cuenta o si hizo la visita con alguna de
sus amiguitas. Se repite la imagen del comedor pero esta vez la mesa está
pegada a la pared que queda frente a la puerta y, en el centro, está dispuesto
un pequeño túmulo con el ataúd blanco. Se ve a sí misma acercándose lentamente,
asomándose a la caja para descubrir el pequeño cuerpo cubierto por un sudario
blanco, la cara menuda, redonda, del color de la cera; aún puede ver aquel
rostro de muñeco, sentir la pena que le produjo y el dolor que adivinó en la
mujer, que lloraba en un rincón.
Tampoco recuerda
quién dio la orden, quién organizó la comitiva, y tampoco sabe si la frase “El
ataúd de un niño han de llevarlo niños” llegó a oírla en boca de alguien o es
el producto de una reflexión posterior y olvidada, solo sabe que, de pronto, se
vio levantando las andas del féretro junto a otros tres niños a los que no
conocía, tal vez eran hermanos de la pequeña (porque era niña, de eso tiene una
certeza que no sabe de dónde sale).
Solo lo cargaron
hasta el final de la cuesta. Cuando a lo lejos se divisaron la casa de la
señora Patro, la del quiosco, y las tapias blancas del cementerio, los mayores
les dijeron que ya podían marcharse, que seguirían ellos solos.
Lo que más le
extraña de todo aquello es que ella, que era parlanchina y preguntona, nunca
habló con nadie, ni siquiera con su madre, de la mujer sola, de los niños mal
vestidos que no iban al colegio y que a la hora de comer tomaban pan migado en
leche, de que había ayudado a llevar el ataúd de un bebé muerto.
Quizá su mente
infantil intuyó que aquella historia encerraba muchas preguntas, tal vez
demasiadas, y que nadie iba a darle una respuesta.
Siempre existen demasiadas preguntas en la infancia que quedan sin formular. Hermosa historia. Un abrazo
ResponderEliminarLuego, Rosa preciosa, la vida va trayendo las respuestas.
EliminarUn abrazo.
Una historia tremenda, de penurias y tragedias. ¿Real como la vida misma?
ResponderEliminarUn abrazo.
Real como la vida misma, Josep.
EliminarOtro abrazo para ti, y gracias, siempre.
Me has trasladado exactamente a esa escena que describes, tan real, tan descarnada y tan próxima (en todos los sentidos)... Y me has trasladado la emoción exacta que desprende la historia, como corresponde a la Escritura que haces.
ResponderEliminarMil besos, hermana!!
Veo tus mil y subo otros mil, hermana grande.
Eliminar:-)
un placer haberte encontrado muy bien escribes
ResponderEliminarGracias por la lectura y por el comentario, Recomenzar.
ResponderEliminarPasa, ponte cómoda, lee, comenta lo que te apetezca...
Estás en tu caja.
Un abrazo.
Estoy en la cocina de la casa de mis padres. La chapa encendida, la radio con el anuncio de Cola-Cao o Matilde, Perico y Periquín y mis manos rodeando un tazón de porcelana blanco con sopas de leche, muy caliente...
ResponderEliminarGracias, reina de corazones...