Es reciente, no he tenido ganas de irme a buscar al fondo (al fondo del armario, se entiende). Volver, como el tango. Quizás por eso me ha salido un poco cortazariano. O a lo mejor es que estoy volviendo a mis orígenes.
VOLVER
Una mesa vacía cerca de la puerta, la silla de espaldas a la calle
para no ver nada de lo que pasa fuera, para no percibir el bullicio de la plaza
a las seis de la tarde, para que nada la distraiga de lo que ocurre en el
local; ha dejado el abrigo en el respaldo y rebusca en el bolso y saca el
móvil, un estuche de gafas, un paquete de cigarrillos.
Le cuesta un rato contrarrestar el frío del asiento, está tapizado con
una imitación de cuero y, al sentarse, sus nalgas recordaron una sensación
parecida. Casi resulta cruel la coincidencia, la memoria de la piel, que viene
a unir la silla del presente con aquel sofá que estaba en casa de un compañero
de clase, aquella tarde en que la complicidad estudiantil los convirtió en
dueños y señores de un piso de sesenta metros cercano a la universidad, todo el
piso para ellos solos hasta las diez de la noche, sobre todo había hecho de
ellos los reyes de aquella asombrosa cama de uno treinta y cinco, con sábanas
limpias y manta de cuadros.
Sacude el sobre del azúcar pero vuelve a dejarlo al borde del plato
sin abrirlo, es un reflejo residual de cuando lo añadía al café, de cuando
todavía no le molestaba su regusto dulzón, pero hace años que lo toma solo, sin
nada desfigure su rastro áspero en la lengua, en el paladar, entre los dientes.
Luego le gusta recuperarlo con el sabor de un cigarrillo.
La lámpara de la mesilla de noche tenía una bombilla pintada de rojo,
su luz ayudaba a sentirse menos desnuda, menos indefensa ante aquellos ojos que
recorrían su piel y aquellos dedos que seguían el camino trazado por la mirada;
menos azorada porque la luz borraría su sonrojo, el calor que le quemaba las
mejillas, aunque no pudiera ocultar sus escalofríos, la ansiedad de su
respiración, su miedo y su deseo.
Remueve el café con la cucharilla aunque no haya nada que disolver,
pero le gusta homogeneizar la infusión, que todos los matices del sabor queden
uniformemente distribuidos. También tiene esa manía hace años, junto con otras,
como la de beberse un vaso de agua fría antes de desayunar o la de no dormirse
jamás sin haber mirado debajo de la cama, esta es la más antigua de todas.
La manta de cuadros se desparramó en el suelo, quién necesita
arroparse cuando todo el fuego del mundo ha ardido entre dos cuerpos; las
sábanas apenas los cubrían pero ya no importaba, ya no querían tapar las
caricias, los besos lentos de después, las miradas que hablaban sin palabras.
Las nueve menos cuarto, setenta y cinco minutos todavía, eso era entonces tanto
tiempo.
Levanta los ojos y mira hacia la barra. El camarero prepara
mecánicamente tres cafés, carga la bandeja: solo largo, descafeinado de
cafetera con leche templada, cortado. Y un té con limón. Reconoce el perfil, la
línea de los hombros, la forma de moverse. La cintura ha ganado en diámetro, el
pelo ha perdido la batalla frente a las canas y la mirada se apaga detrás de
unas lentes progresivas. Imagina estragos similares en su físico y casi los
agradece porque son la garantía de que no la reconocerá.
Y un buen día, sin más explicaciones, el distanciamiento, el no
contestar a sus llamadas o hacerlo con evasivas y explicaciones torpes, el
esquivarla. Y así varias semanas, mientras ella se consumía en preguntas para
las que no encontraba respuesta, mientras moría un poco cada minuto, hasta que
no tuvo más remedio que rendirse y aprender a vivir sin él.
No tiene sentido pensar en lo que podría haber sido, de hecho, tal vez
le había hecho un favor al desaparecer de su vida, al borrarla como si nunca
hubieran existido la manta de cuadros y la luz roja, como si aquella tarde
hasta las diez de la noche nunca hubiera tenido lugar en el calendario. Pero no
hay modo de saber esas cosas.
Levanta la taza, se la lleva a los labios y da un pequeño sorbo.
Nunca el café le había sabido tan amargo.
Me ha gustado tanto que no he podido resistir la tentación de leerlo por segunda vez y mejor así porque con la segunda lectura lo he disfrutado más.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, Josep, con lectores como tú da gusto escribir.
ResponderEliminarUn abrazo enorme.
Yo también lo había leído y hasta juraría que dejé un comentario sobre lo mucho que me había gustado y mi sensación de incertidumbre sobre los sentimientos actuales de la protagonista... Como dice Josep, mejor poderlo leer dos veces.
ResponderEliminarBesazo!!
Pues todo parece indicar que la protagonista ha vuelto a ver, al cabo de los años, a un amor de juventud. Lo que no se sabe es si su amargura proviene del sentimiento de lo que pudo haber sido y no fue o de la constatación de un presente decepcionante.
EliminarO algo así.
:-)
Gracias, hermana, mil besos.
De poco sirve pensar en lo que hubiese podido ser y no fue. Desde que se deja la juventud todo son incertidumbres.
ResponderEliminarBesitos