Tras el largo paréntesis navideño...
UNA CARTA INESPERADA
Lo primero que le dijo su compañero, antes de quejarse una vez más del
jefe y de darle el parte de incidencias, fue lo que llamó “la noticia del día”.
Don Ernesto, el huésped de la habitación 212, había recibido, por fin, una
carta. La había llevado un mensajero poco antes de las nueve y él mismo se la
había entregado a don Ernesto en el comedor.
A Luis se le abrieron los ojos por la sorpresa y, casi enseguida, un
inexplicable contento le llenó el ánimo. No podía evitar alegrarse por el
viejo.
Don Ernesto era cliente del hotel desde hacía doce años, cinco antes
de que él empezara a trabajar como recepcionista en el turno de noche, y su
historia fue una de las primeras que le contaron. Doce años atrás, don Ernesto
se había hospedado en la habitación 212 durante una semana, acompañado por una
mujer que, según decían los compañeros más antiguos, no era especialmente guapa
pero tenía un encanto y una elegancia que se notaban hasta cuando salía del
ascensor y bajaba los tres escalones que llevaban al hall. Todo parecía indicar que se trataba de un matrimonio que
pasaba unos días de vacaciones en la ciudad. Eran gente cortés, discreta, y sus
horarios eran los típicos del turista: desayunaban tranquilamente en el hotel,
salían y regresaban pasada la hora de la cena. Se diría que estaban enamorados
aunque ninguno de los dos cumplía los cincuenta.
Dos meses después de que don Ernesto y su supuesta esposa (alguien creyó
recordar que se llamaba Laura y que tenía un apellido que sonaba aristocrático)
abandonaran el hotel, él regresó, pero esta vez solo, y pidió alojarse en la
misma habitación. Al poco tiempo comunicó su decisión de quedarse como huésped
fijo.
Y allí seguía, doce años después. Aunque no era amigo de contar su
vida ni de dar explicaciones, el personal del hotel había llegado a la
conclusión de que don Ernesto tenía un pequeño negocio y que carecía de
familiares cercanos. Su vida era rutinaria y sencilla y su carácter seguía
siendo afable y siempre correcto. Solo había dos cosas chocantes en su
comportamiento: todos los días, cuando regresaba al hotel para almorzar, antes
de subir al comedor pasaba por recepción y preguntaba si había alguna carta
para él. Y todas las noches, alrededor de las once y media, llamaba a recepción
para pedir que le subieran a la habitación un vaso de leche caliente.
Después de atender su llamada cinco o seis noches seguidas, Luis se
atrevió a insinuarle que no era necesario que avisara cada noche, que le
subirían el vaso de leche a la hora que él dijera, pero don Ernesto le contestó
que prefería llamar porque podría ser que algún día no le apeteciera y no
quería darles trabajo.
—Así que una carta… —pensó en voz alta.
—Ya ves —contestó su compañero—, quién lo iba a decir.
Luis se enfrascó en su trabajo. Repasó la lista de incidencias,
organizó el mostrador, preparó facturas pendientes, hizo el chek in de un grupo de alemanes y dos
reservas para la semana siguiente, atendió varias llamadas… Cuando quiso mirar
el reloj, eran las doce y cuarto y, cayó en la cuenta de repente, don Ernesto
no había llamado. Extrañado, llamó a la habitación 212 pero nadie descolgó el
teléfono. Repitió la llamada a los cinco minutos pero tampoco hubo respuesta.
La extrañeza derivó en alarma y decidió subir para comprobar que todo estaba en
orden.
Llamó dos veces a la puerta antes de abrir con la llave maestra. Entró
en la habitación muy despacio, llamando en voz alta pero nadie contestó. Las
luces estaban encendidas. En el suelo, al otro lado de la cama, asomaban unos
pies calzados con elegantes zapatos negros. Se acercó lentamente.
Don Ernesto estaba caído en el suelo, junto a la cama. Le bastó ver el
color de su rostro para saber que estaba muerto, que probablemente había muerto
hacía un buen rato. No se había quitado el traje y cerca de su mano izquierda
había una cuartilla desdoblada escrita con tinta azul.
El instinto le dijo que no debía tocar nada pero no resistió la
tentación de acercarse un poco al cuerpo sin vida de don Ernesto, de agacharse junto
a la cuartilla y arrugar los ojos hasta conseguir leer las primeras líneas:
“Querido Ernesto: supongo que después de tanto tiempo ya no esperabas recibir
esta carta pero…”
Un final sorprendente como todos los tuyos.
ResponderEliminarUn abrazo de nuevo año y el deseo de que nos sigas sorprendiendo este 2014.
Besos
Y yo espero seguir contando con tu reconfortante compañía en este camino, Rosa preciosa.
EliminarAbrazo enorme.
¡Qué buen relato, Fefa!
ResponderEliminarUn beso.
Gracias, Ana. Viniendo de ti, me sabe a gloria.
EliminarUn abrazo.
Pero qué …..? Ay madre mía! Otra vez con esta intriga!! Esta noche ya no duermo pensando que le pasaba a este hombre ….. Me ha encantado!
ResponderEliminarFeliz Año!
Un abrazo.
Paloma, no me obligues a que te lo cuente todo, comodona, pon algo de tu parte.
EliminarFeliz Año también para ti, guapa. Y gracias.
Un abrazo.
Inquietante...
ResponderEliminarBesos, reina