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martes, 11 de diciembre de 2012

LOS IRREVERENTES (Seconda puntata)

Uno de los interrogantes surgidos tras la relectura adulta de este clásico: ¿Realmente todos estaban contentos, felices y de acuerdo?


File:Schneewitchen (1).jpg


SCHNNEEWITTCHEN Y...  


Me da igual lo que piensen los otros pero yo no estoy dispuesto a soportar esta situación ni un día más. Qué digo un día… ¡ni una hora, ni un minuto!  Allá ellos con sus decisiones, yo ya he tomado la mía: hago la maleta y me largo, me las piro, me esfumo, huyo.
Me cuesta entenderles, por todos los demonios. Después de tantos años de trabajar juntos, de compartirlo todo, creí que los conocía, creí que no teníamos secretos los unos para los otros. Pero nunca se puede decir que conoces a otro hasta el fondo de su corazón, de su pensamiento. No, no, no, en absoluto. Ha tenido que ocurrir esta desgracia para que me diera cuenta. A mi edad.
Me consolaré pensando que nunca es tarde para aprender una lección. Y ésta la he aprendido de verdad, sin fisuras: no la olvidaré aunque viva otros cien años.
Éramos un grupo bien avenido, una panda de amigos que habían tenido la suerte de encontrar un trabajo digno y una vivienda que bastaba para cubrir nuestras necesidades. ¿Qué más hace falta para ser feliz, eh? Pues no mucho más, creo yo. Un buen fuego en el invierno, una botella de licor de cerezas y un cigarrillo de hierbabuena. Los hombres no somos exigentes, podemos ser felices casi con cualquier cosa. Quiero decir que si tenemos un buen asado de ciervo con el que acallar el hambre, no nos acordamos del pato confitado y si el moral, el ciruelo y el manzano dan fruto a su debido tiempo, ni se nos ocurre pensar en complicarnos la vida haciendo compotas o en tartas. Por no hablar de la ropa, claro, que con cualquier paño que nos cubra y nos abrigue tenemos de sobra. Pues eso: que llevábamos un montón de tiempo viviendo tan felices y de repente… sobrevino la desgracia.
Yo se lo advertí el primer día, cuando, a pesar de lo que opinábamos Soneca y yo, los demás consintieron que se quedara a dormir.
—Por la caridad entra la peste —dijo Soneca.
Y a Zangado le faltó tiempo para llamarle desalmado y egoísta. Ya ese pequeño detalle me alarmó porque nunca antes se habían dicho esas cosas entre nosotros y no me equivoqué al pensar que aquello era solo el principio.
El amanecer del día siguiente no hizo más que confirmar mis sospechas. Cuando nos levantamos, la mesa estaba preparada con un desayuno ciertamente opíparo y, en el escaño del zaguán, nos esperaban unos paquetes con nuestros nombres escritos en caligrafía inglesa y con todo el aspecto de contener un bocadillo.   
Camino del trabajo me acerqué a Atchim para hablar del asunto porque con Dengoso, Dunga, Zangado y Feliz era inútil intentar algo: al ver los tazones llenos de leche caliente y las tortas de maíz habían empezado a babear como idiotas.
—Creo que te alarmas sin necesidad, Mestre —me dijo—. Se irá dentro de unos días, en cuanto encuentre algo mejor.
“Se irá dentro de unos días”, “Se irá dentro de unos días”… ¡Seis mese lleva ya! ¡Y qué seis meses, por el Dragón de la Lengua de Fuego! Empezó por imponer un horario estricto de comedor de modo que, si no estabas sentado a la mesa a la hora marcada, te quedabas sin comer. Luego se empeñó en que hiciéramos la cama todos los días, como si eso fuera una buena costumbre. Siguió, creyendo que nos hacía un favor, por la ropa, y nos tejió unos jerséis y unos gorros espantosos, llenos de colorines, tan llamativos que varias veces estuvieron a punto de atacarnos los jabalíes porque nos confundían con pavos reales. Después vino el momento “Hogar y moda” y llenó toda la casa de visillos, de cojines y de tapetes de ganchillo…
Pero lo peor estaba por llegar. Anoche, después de cenar, nos reunió en torno a la chimenea y dijo muy seria:
—Ahora os voy a leer unos poemas que he escrito en mis ratos libres.
Miré furioso a Atchim mientras me preguntaba si también tendríamos que soportar aquello pero Atchim me hizo un gesto con la mano pidiéndome calma y decidí darle una oportunidad. Pero cuando empezó a leer, con esa vocecita suya de niña cándida y escuché lo de…

“Quiero ser rayo de sol que ilumine tu camino,
Quiero ser arroyo claro que te marque tu destino”…

…comprendí que había llegado al límite de mi paciencia. Aguanté hasta el final, para que nadie sospechara (tuve tiempo de oír un “Las lágrimas de mis ojos/ son perlas no cultivadas/ que van a humedecer tus labios/ cuando llegue la alborada”) pero ya había tomado mi decisión.
Es duro acabar así con una amistad de tantos años pero no lo soporto, no aguanto ni un minuto más a esta ñoña, cursi, remilgada y estúpida. ¡Es superior a mis fuerzas!
El otro día vi a un cazador merodeando por el bosque. Voy a ver si doy con él y me dice dónde puede estar la madre de esta empalagosa. Igual la pobre mujer está deseando encontrarla.

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