Imagen tomada de www.cartagena.es
OBRAS PÚBLICAS
Se volvió hacia el lado derecho. La barba se le enredó un poco en la
sábana y el edredón se deslizó hacia el suelo. Miró el reflejo fluorescente en
la oscuridad: las cuatro menos cuarto. Una hora absurda. Si conseguía dormirse
a pesar de todo, apenas le quedaban tres horas de sueño. Si renunciaba a
intentarlo podía levantarse y ponerse a trabajar pero descartó de inmediato la
idea, a las cuatro menos cuarto nadie tiene la lucidez necesaria para escribir
un buen artículo.
Se volvió hacia el lado izquierdo. Mes y medio. Mes y medio soportando
todas las mañanas el tableteo de los martillos mecánicos y el rugido de las
excavadoras, los gritos de los obreros, el chirrido de la sierra. Y el polvo.
Un polvo microscópico, que brotaba de los contenedores llenos de escombros y
que, por siniestras leyes físicas, conseguía ascender hasta la altura del
segundo piso, se filtraba por cualquier rendija y se depositaba arteramente en
todas las superficies. Y tener que alcanzar la calle pasando por la tosca
pasarela de tablones que habían colocado para salvar la zanja excavada al pie del
portal. No imaginaba que para enterrar aquellos tubos hiciera falta una zanja
de semejantes dimensiones.
El estrépito de la calle terminaba a las seis de la tarde. Poco
después, sobre las seis y cuarto (seis y media, si había suerte), el vecino del
primero empezaba sus ensayos al piano. Podría ser soportable si no fuera porque
tenía el mismo oído musical que un percebe y aporreaba las teclas como si le
debieran mucho dinero. Comprendía que necesitara una actividad que le ayudara
superar el abandono de su mujer, pero podía haberle dado por coleccionar
sellos. También podía haberla tratado mejor y entonces ella tal vez no se
hubiera ido, pero aquello era otra cuestión.
El agotamiento diurno no le hacía caer rendido en la cama y dormir
como un leño durante toda la noche. Paradójicamente, le mantenía tenso y
excitado hasta la madrugada. A veces, en medio de la desesperación del
insomnio, recordaba la alegría que sintió el día que le dijeron que podía
trabajar desde casa.
La idea le brotó en la mente cuando se encontraba en mitad de la
pasarela, haciendo equilibrios sobre dos tablones que oscilaban
asincrónicamente. Se detuvo unos segundos, asombrado por su pensamiento, y
avanzó con cautela hasta que sus pies se posaron sobre la calzada. El capataz
pasó a su lado.
—¿Les queda mucho? —preguntó.
—Casi hemos terminado. Mañana viene ya la hormigonera y luego cerrar y
rematar será cosa de dos días.
Miró hacia la caseta prefabricada donde los obreros se cambiaban de
ropa y guardaban las herramientas pesadas. En un lateral estaban aparcadas dos
carretillas y contra la pared descansaban algunas palas.
Sonrió.
En realidad fueron cuatro días pero las obras, por fin, terminaron. El
operario vertió el cemento en la zanja sin reparar en que una parte de los
tubos estaba ya cubierta por un buen
montón de escombros y de arena.
El vecino del segundo recuperó el sueño y pudo escribir sus artículos
en un silencio casi total.
El presidente de la comunidad llamó a la Policía cuando el vecino
del primero faltó por primera vez a una reunión de la junta vecinal.
Qué bueno... Me recuerda a cuando cambiaron las marquesinas del autobús debajo de mi casa en pleno Agosto.
ResponderEliminarY lo de menos oído que un percebe... pobre mujer.
Un beso, reina.
Que te gusta a ti la Serie Negra, reina de picas.
EliminarSabrás que al escribirlo pensé que te gustaría.
Un abrazo enorme.
Consiguió un silencio sepulcral. Creo, sin embargo, que fue peor el remedio que la enfermedad porque, de ese modo,.. ¿Cómo podrá ir a entregar sus trabajos y, peor aun, ir a cobrarlos, eh?
ResponderEliminarUn buen relato.
Un abrazo.
Creo que le compensaba, Josep.
Eliminar:-)
Gracias por leer, un abrazo.