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REBELIÓN EN EL CIRCO
Nunca
se supo cómo y en qué lugar había empezado la rebelión. Julio Serrano, el periodista
que, por pura casualidad, fue testigo presencial y que posteriormente se dedicó
durante varios días a buscar toda la información posible y, durante varios
meses, a elaborar con ella una reconstrucción de los hechos, siempre sostuvo
que el origen, el germen teórico, tuvo que nacer en la jaula de los chimpancés,
por razones obvias. Pero semejante afirmación nunca dejó de ser considerada una
hipótesis descabellada que, en última instancia, nadie pudo confirmar ni
refutar.
Lo
único cierto fue que, aquella tarde de domingo, último día de las fiestas de la
ciudad, la carpa del Gran Circo Mannetti
tenía las gradas llenas de un público impaciente y entusiasmado, dispuesto a
disfrutar del mayor espectáculo del mundo y que, cuando el número estrella, el
de los leones, estaba en su punto culminante, es decir, cuando el domador, en
medio de un creciente redoble de los timbales, introdujo su cabeza en las
fauces del león, el suelo retumbó como si fuera a abrirse y un alarido
espeluznante, que parecía surgir de las profundidades de la tierra, hizo
temblar todos los mástiles. Por la entrada principal, llevándose por delante
cortinajes y barandillas, los elefantes, encabezados por la hembra más vieja,
irrumpieron en la pista seguidos por los caballos, los perros y los chimpancés
que, a pesar de su tamaño, eran los que más gritaban.
Julio
Serrano siempre habló del asombro que le produjo el gesto del león, que, sin
inmutarse por la avalancha animal ni por los bramidos, en lugar de cerrar sus
mandíbulas sobre el cuello del domador, giró evasivamente la cabeza, se diría
que casi con mimo, hasta que el hombre quedó liberado, y esperó, inmóvil sobre
su cono truncado, a que las embestidas de los elefantes y las coces de los
caballos echaran abajo la estructura metálica de su jaula. Y solo cuando en los
barrotes se abrió un hueco lo bastante grande como para que su cuerpo cupiera
por él, alcanzó el borde de la pista de tres zancadas y empezó a rugir al
público. Las cuatro hembras que hacían el número con él se situaron en los
puntos cardinales de la pista y le imitaron. El público retrocedió
empavorecido, chillando y trastabillando en la huida, a pesar de que los
animales en ningún momento traspasaron la pequeña barrera que los separaba,
mientras en la pista elefantes y caballos terminaban de derribar la jaula y los
perros les enseñaban los colmillos a los peones que intentaban acercarse.
Por
los accesos laterales se vio llegar, con el semblante demudado, al domador de
los elefantes y a los cuidadores, que agitaban sus varas en un intento de hacer
retroceder a los paquidermos. Pero estos, azuzados por los chimpancés que los
cabalgaban, no solo mantuvieron a raya a todo el que intentó aproximarse a la
pista sino que empezaron a abrirse paso hacia la salida mientras los caballos
mantenían los flancos libres a base de coces. A los pocos minutos, cuando ya
público y empleados estaban arrinconados en los confines de la carpa, los
animales formaron una comitiva que, encabezada por los elefantes y cerrada por
los leones, se dirigió a la salida.
Lo
más asombroso de todo, según relató Serrano, fue que en ningún momento las
fieras, a pesar de su actitud amenazante, hicieran el menor intento de atacar a
la gente, ni siquiera a los que se acercaron con látigos o fustas y que, en
cuanto salieron de la carpa, iniciaron una marcha que tenía mucho de marcial,
incluido el orgullo con que se marca el paso en ese tipo de formaciones. Se
diría que todos actuaban de acuerdo con unas instrucciones muy claras, que
había un plan establecido de antemano y lo seguían con la precisión de un
ejército perfectamente coordinado.
En
pocos minutos habían alcanzado la avenida que conducía a la carretera nacional
sin que la formación se alterara. Los elefantes hacían temblar el asfalto con
sus potentes pisadas y el repicar de los cascos de los caballos marcaba un
ritmo ligero mientras los coches, sorprendidos por el desfile, esquivaban el
obstáculo como podían aunque, y esto también maravilló a Serrano, los animales
marchaban por el centro de la calzada de modo que los coches, para evitarlos, sólo
tenían que orillarse hacia el arcén.
Cuando
la comitiva llegó a la vía principal, ya se había avisado a la Policía , a la Guardia Civil y al
servicio de Protección Civil de la provincia, incluso hubo quien sugirió la
conveniencia de llamar a los bomberos y al Ejército. En unos minutos, cuando
los animales ya habían recorrido medio kilómetro, se escuchó el ulular de las
primeras sirenas.
Hubo
que recurrir al Ejército para conseguir detenerlos y acorralarlos y cuando el
primer elefante cayó bajo los efectos de los dardos de narcóticos, el resto
rodeó su cuerpo tendido, como si quisieran protegerlo, y esperaron allí,
unidos, con la cabeza erguida y la mirada desafiante y orgullosa, a que a cada
uno le llegara su dosis.
“Fue
una marcha hacia la libertad”, escribió Julio Serrano en la última crónica.
Si el cuerpo de todo el relato me ha parecido perfecto, el final es genial. Muchos deberían aprender de los animales aparentemente irracionales.
ResponderEliminarTodo un gusto leerte.
Un abrazo.
Gracias, Josep.
EliminarComo siempre, tus palabras son generosas y mi alegría al verte por aquí muy grande.
Un abrazo, amigo.