Foto tomada de geofrik.com
LA NEVADA
El grupo avanzaba hacia el sur en medio de la nevada.
Dos semanas antes, Yuribei, la Más Anciana , había levantado la cabeza y
olfateado el viento que bajaba del norte. Después había dirigido la vista hacia
lo alto, y había visto que, en el borde del horizonte, el azul del cielo empezaba a desaparecer tras
densas nubes de panza gris. Su cabeza se movió de derecha a izquierda con gesto
de preocupación. Era demasiado pronto. Aún faltaban cuatro semanas para que
terminara el verano, las llanuras estaban cubiertas de pasto y matorrales, de
líquenes y de musgo fresco, pero aquel aire olía a frío, aquellas nubes estaban
preñadas de nieve. Algo extraño estaba sucediendo pero no podían quedarse a
averiguar qué era.
Yuribei miró hacia el grupo de Hembras Adultas y con un gesto les indicó
que llamaran a sus pequeños. “¿Es necesario partir?”, preguntó Yamali, la Hembra Adulta madre
de Yuri. La Más Anciana
hizo un gesto afirmativo y, lentamente, para que todo el mundo pudiera verla,
empezó a caminar. Todos, Hembras y Machos, Jóvenes, Ancianos y Pequeños, la
siguieron.
El otoño precoz, casi invierno, los había alcanzado diez días después de
que emprendieran la marcha. Llevaban varios días caminando casi a ciegas, siguiendo
el cauce del río y adivinando, más que viendo, la ruta que había de conducirles
hacia la llanura en la que aún lucía el pálido sol de julio. Al acercarse a la
desembocadura, las zonas pantanosas se hicieron más abundantes. “¡Cuidado con
los Pequeños!”, advertía Yuribei constantemente cuando bordeaban las aguas
fangosas, “la nieve no nos deja ver el suelo que pisamos”.
Fue al caer la tarde del decimosexto día cuando el grito aterrado de
Yamali detuvo al grupo. La
Más Anciana fue la primera en echar a correr hacia la grieta
a la que Yamali se asomaba con los ojos espantados. Al fondo de una estrecha cortada
de bordes nevados, el cuerpo inmóvil de la pequeña Yuri parecía reclamar un
descanso en la marcha.
Diez mil años más tarde, en la península de Yamal, un pastor que cuidaba
su rebaño de renos cerca de la desembocadura del río Yuribei, encontró,
perfectamente conservado, el cuerpo de la pequeña Yuri. Sus ojos estaban
intactos y se apreciaban perfectamente las rugosidades de su trompa. Conservaba
un poco de su pelaje aunque no tenía rabo.
Curiosamente, el pastor se llamaba como ella.
(La historia presente aquí:
http://blogs.elpais.com/apuntes-cientificos-mit/2009/04/lyuba-los-secretos-del-mamut-congelado.html)
Hay coincidencias encantadoras y otras tristes, como siempre, lo que varía es que tú eres capaz de hacerlas coincidir.
ResponderEliminarBesitos de nuevo año.
Es lo bueno de escribir, Rosa preciosa: que pasa lo que nosotros queremos que pase.
EliminarBesos atrasados pero muchos.
ayyyy, la he visto, la he visto... tierna y preciosa.
ResponderEliminarGracias, Cris, me encanta que te haya gustado.
EliminarA mí también me conmovió la mamutilla y se me ocurrió escribir su historia.
Besos, cariño.
Qué bueno tenerte de vuelta (y sobre todo ver que no has perdido facultades por la ausencia, sino todo lo contrario). Besos.
ResponderEliminarLo de las facultades está por ver, paisa: el relato es fondoarmario.
Eliminar:-)
Un abrazo enorme, peazo escritor.
Creía que te habías tomado un año sabático pero veo que no; has estado recargando las pilas, y de qué modo.
ResponderEliminarUn abrazo.
Un año no pero un mes...
EliminarHe recargado un poco las pilas pero este relato es de hace años, Josep, estoy muy vaga.
Un abrazo y gracias por tu generosidad.