Este relato apareció hace unos años en la revista literaria "El problema de Yorick" y todos los años, por estas fechas, rezo para que no vuelva a producirse un hecho como el que lo inspiró.
Valga como homenaje a quienes lo sufrieron.
DOS AÑOS DESPUÉS
Llevaba dos años luchando y estaba a punto de rendirse.
Todo había empezado cuando, de pronto, todo el aire contenido en el vagón se proyectó contra su pecho y lo arrojó sobre el andén a través de la puerta de emergencia. Quedó tendido sobre el suelo y, antes de empezar a oír los primeros gritos, notó en el vientre aquel dolor que parecía arrancarle la vida. Al cabo de un tiempo que no podía calcular, los hombres de chaleco fluorescente lo metieron en una ambulancia que inició una carrera llena de vaivenes a través de la ciudad. Durante el trayecto no llegó a oír mucho más que el aviso agudo de la sirena y las órdenes frenéticas del médico pero en su cerebro persistía el olor a quemado y sus tímpanos aún vibraban con el grito coral de cientos de personas. Cuando llegaron al hospital, unas manos lo izaron para colocarlo en una cama de barandillas metálicas y los hombres vestidos de verde acabaron de llenarle de tubos. A partir de aquel momento todo resultó más llevadero porque lo atiborraron de analgésicos y sedantes y así lo mantuvieron varias semanas. Su mente transitó por aquel tiempo en un estado que, sin llegar a sumirse en ella, bordeaba la inconsciencia. Además, en medio de la constante incandescencia de la UVI (sabía que estaba en la UVI , lo habían dicho los médicos de urgencias y recordaba perfectamente el traslado a través de los pasillos azules, que para él habían sido poco más que una rápida sucesión de tubos fluorescentes) la noche no se diferenciaba gran cosa del día y el constante ruido de fondo, hecho de zumbidos, pitidos intermitentes y alarmas, le permitía, paradójicamente, conciliar a ratos un sueño ligero.
Pero, a medida que mejoraba su estado clínico, las voces se hacían cada vez más patentes, más audibles. Las voces del andén lleno de humo, las voces que lloraban, que gemían, que aullaban de dolor; que llamaban pidiendo ayuda. Pensó, aún confuso por la morfina y el diazepam, que sería algo pasajero, que cedería en poco tiempo. Pero cuando lo trasladaron a planta y, por primera vez en dos meses, pasó la noche en una habitación cuya luz tenía interruptor y en la que no había ningún aparato que controlara su pulso o su tensión, comprobó que el tono apagado de los ruidos externos no hacía sino aumentar la intensidad de los que surgían de su cabeza. Voces, gritos, rugido de llamas, silbidos de aire caliente, chasquidos de hierros rotos y aullidos de sirenas, que reproducían fielmente el fragor de la catástrofe, resonaron en sus oídos durante horas y horas sin que nada lograra acallarlos.
En el grupo de apoyo le dijeron que contara su experiencia, le explicaron que compartir su angustia y su miedo con los demás le ayudaría a superarlos. Pero después de escuchar ocho versiones distintas de los hechos y de relatar la suya, no notó ninguna mejoría. El psiquiatra le dio buenas palabras y unas pastillas que solo sirvieron para mantenerlo en un estado de estupor permanente. Un día pasó por delante de una iglesia y se decidió a entrar pero, una vez en el interior, se sintió un extraño en aquella nave gótica que olía a incienso y a cera.
Al cabo de un tiempo encontró algo que, si no era una solución, sí le proporcionaba cierto alivio. Durante el día procuraba acudir a lugares concurridos en los que el bullicio, los ruidos del tráfico y los traqueteos de las inevitables obras urbanas apagaran los ecos de su cerebro. Durante la noche se ponía unos cascos, escogía un disco y subía el volumen hasta que los Carmina Burana o la Cabalgata de las Walkirias superaban en decibelios a las peticiones de auxilio y a los gritos de dolor.
Durante año y medio consiguió sobrevivir y durante año y medio suplicó cada mañana, cada noche, que callaran las voces, que cesaran los gritos, que se apagara el ulular de las sirenas. Soñaba con desconectar el diskman, encerrarse en casa con las ventanas cerradas y no oír nada, absolutamente nada, excepto el sonido del silencio.
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El viaje a su pueblo fue idea del psicólogo. Dijo que le sentaría bien volver a las calles de su infancia, al mar en el que había jugado de niño. Sospechó que la sugerencia se debía a que el psicólogo ya había agotado sus recursos y no sabía qué hacer con él pero, a pesar de estar seguro de la inutilidad del intento, se puso al volante y condujo hasta la costa. Lo primero que hizo al llegar, antes incluso de buscar la casa de sus padres, fue acercarse al puerto y contemplar desde el muelle un mar gris y agitado que se retiraba hacia la bajamar. Durante unos minutos, en sus ojos no hubo otra cosa que el cielo y el océano, separados por la línea del horizonte, y en sus oídos el ritmo espumoso del oleaje. Se dio cuenta de pronto de que las voces parecían apagarse, que sonaban casi lejanas por primera vez en muchos meses, como si retrocedieran ante la llegada de las olas.
Bajó a la playa y avanzó hacia el mar. Casi al borde del agua, las voces se habían difuminado hasta convertirse en un murmullo lejano. Entonces empezó a caminar muy despacio, primero sobre la arena húmeda, después sobre la lámina de agua que dejaban las olas en la orilla. Poco a poco, se adentró en el mar y comprobó que, a cada paso que daba, la intensidad de las voces disminuía. Cuando el agua le llegaba a la cintura apenas podía oírlas. Entonces se zambulló y, antes incluso de sentir la mordedura del frío, notó que desaparecían. Incrédulo, sacó la cabeza para coger aire y volvió a sumergirse. Cerró los ojos y se concentró en sus oídos buscando los ruidos que le habían acompañado durante tanto tiempo, las voces y los gritos que habían llenado su cabeza los dos últimos años, pero sólo encontró un rumor cadencioso que parecía mecer todo su cuerpo invitándole al sueño.
Por primera vez en dos años dejó de oírlos; por primera vez en dos años un vacío sin ecos llenó su cerebro. Y entonces, a pesar de los alfileres que el agua helada le clavaba en la piel, a pesar del calambre que le oprimía el pecho, decidió quedarse allí, inmóvil, flotando boca abajo, con la certeza de que estaba a punto de llegar el momento que tanto deseaba; el momento en que, por fin, pudiera abandonarse al sueño sin escuchar otra cosa que el sonido del silencio.
¡¡Impresionante, Vichoff!! Consigues llevarnos por todo el horror de una tragedia colectiva (qué dolor ese recuerdo) a través de la tragedia individual de una de las víctimas, su quiebra emocional, vital, y su "redención" final mediante otro acto definitivo, esta vez elegido -en la medida en que se pueden hacer estas elecciones-
ResponderEliminarCon el corazón encogido te digo que es una narración extraordinaria.
Un besazo, sister.
Gracias, hermana.
EliminarViniendo de ti... uf.
Besos, muchos.