Más fondoarmario. Hay años en que no está una para nada.
Imagen tomada de vayasemestre.blogia.com
EL MUNDO ES UN PAÑUELO
Braulio
García Cordovilla estaba harto. El día que accedió a satisfacer el primer y
costoso capricho de su por entonces novia, estaba tan enamorado que no cayó en
la cuenta de que acababa de firmar su condena. Una condena a 35 años de
trabajos forzados, pues por fuerza tuvo que trabajar hasta doce horas diarias
durante todo ese tiempo ya que menos no habrían bastado para callar las bocas,
pedigüeñas insaciables, de su mujer y sus tres hijas. Y los que le quedaban porque,
funcionario ante todo, se sabía destinado a cumplir los sesenta y cinco al pie
del cañón y, lo que sería aún peor, a seguir satisfaciendo la demanda ilimitada
de sus cuatro lobas con una pensión que nunca sería para tirar cohetes.
De modo
que aquel lunes, cuando fue a sellar su boleto de lotería primitiva y la
lectura del boleto de la semana anterior casi revienta la pantalla de la
máquina expendedora, comprendió que había llegado la hora de resarcirse de
tanto esfuerzo en beneficio ajeno. Quiso la suerte que el feliz acontecimiento
tuviera lugar en una administración lo bastante alejada de su domicilio como
para que el empleado que lo atendió no le conociera de nada por lo cual se
limitó a darle la enhorabuena y a indicarle dónde y cómo conocer la cuantía del
premio y hacerlo efectivo.
Al día
siguiente, después de una noche en la que se había despertado, varias veces,
sobresaltado por un sueño en el que le confesaba el premio a su mujer, corrió
literalmente a enterarse de su importe que resultó ser una cantidad de euros
equivalente a cuarenta millones (Braulio no había conseguido dejar de pensar en
pesetas) de la antigua moneda. La cantidad le pareció perfecta pues no era tan
alta que no pudiera pasar desapercibida ni tan pequeña que no le permitiera llevar
a cabo el plan que, como polluelo que rompe el cascarón y se lanza a la vida,
había hecho eclosión en su cerebro la tarde del día anterior. Calculando un
gasto de un millón de pesetas por año, podía permitirse el lujo de llegar a
centenario sin preocuparse por la cuestión económica.
Con el
boleto en el bolsillo, se dirigió a la oficina central de una importante
entidad bancaria y, de entre todos los empleados, eligió al que, por su aspecto
de joven tiburón de las finanzas, parecía el más adecuado para la operación que
quería llevar a cabo. Apenas tardó veinte minutos en conseguir que el joven cerrara
la transacción por la cual su boleto pasaba a ser propiedad de un cliente del
banco interesado en sacar a la luz una parte de su dinero B y a sus manos llegaba
un discreto paquete de billetes morados.
Dos
semanas más tarde, en la terraza del hotel, al borde de la playa de Paralimni, Braulio
García Cordovilla se tomaba un vaso de tsipouro acompañado de una ración de
keftedakia mientras miraba al mar y agradecía la brisa que aliviaba el calor
del Sur de la Hélade.
Nunca , en su larga vida de trabajador, se había imaginado que
fuera tan satisfactorio, tan placentero, el vivir sólo para uno mismo, el no
tener más ocupación ni preocupación que la de buscar su propio bienestar. Apuró
el vino, se comió la última albóndiga y cerró la revista de automóviles que
había estado ojeando. Tal vez se comprara un coche pequeño, empezaba a
apetecerle conocer el país.
Se detuvo
un instante a la entrada del comedor del hotel para echar un vistazo a las
mesas. La víspera había llegado un contingente de turistas noruegos entre los
que, a su mirada, había destacado una madurita, impar entre tantas parejas, muy
apetecible. Tan absorto estaba en el intento de localizarla entre los comensales
que no se percató de la mole masculina que se había acercado a él a grandes
zancadas, con los brazos abiertos de par en par.
—¡Braulio!
—exclamó la mole, que correspondía al corpachón de su vecino Gervasio, el del
5º derecha —¿Qué haces tú aquí?
La
sorpresa fue tan brutal que no tuvo tiempo de componer otro gesto que el del
estupor.
—¡Madre
mía! ¡Braulio!, ¿no me reconoces? ¡Soy Gervasio, tu vecino! ¡La alegría que se
va a llevar tu mujer cuando sepa que has aparecido!
Está visto, no se pueden hacer planes, en cualquier sitio puede saltar la liebre y, estropearlos. ¡Menuda sorpresa!
ResponderEliminarBesitos
Estropearlos, estropearlos... El final no es definitivo, a lo mejor Braulio consigue convencer a su vecino de que no se chive...
EliminarUn beso, Rosa preciosa.
Pobre Braulio! Es que uno no se puede escapar de las mujeres, jaja
ResponderEliminarUn abrazo.
A mí también me da penica el pobre Braulio así que, como le digo a Rosa más arriba, prefiero pensar que al final todo se queda en el susto.
EliminarUn abrazo, Josep.