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jueves, 21 de mayo de 2015

HOTEL ATOCHA

Dolo Espinosa nos hizo recordar sabores y yo me acordé de esto.



Imagen tomada de www.pasteleriafrias.es



BAMBAS DE NATA

No recuerdo exactamente cuándo recuperé aquel sabor, lo mismo pudo ser hace quince años que hace veinte, pero cuando ocurrió sentí la misma alegría que se siente cuando se encuentra una pieza clave del puzzle, la emoción de rescatar del deterioro una secuencia de la película de mi vida. Me viene a la cabeza el nombre de “Atocha”, pero tendría que preguntarle a mi madre si, en efecto, ese era el nombre del hotel en el que nos alojamos unos días, antes de seguir viaje a la que acabaría siendo nuestra segunda tierra.

De la mano de aquel sabor, como se enganchan las cerezas al sacarlas del cesto,  aparecieron los recuerdos que estaban escondidos bajo varias capas de tiempo y de olvido involuntario:  lámparas de cristal de luz amarillenta que iluminaban un hall con tresillos de cuero, el mostrador de recepción, alfombras, moquetas;  unos pantalones de pata de gallo y un jersei marrón con tres pequeños dibujos alpinos sobre el pecho,  un esquiador, dos abetos, puede que el tercero fueran unas cumbres nevadas; el botones del hotel que me decía que estaba muy guapa mientras yo agachaba la cabeza y miraba al esquiador muerta de vergüenza; el cuarto de baño en el que mi madre me enseñaba a usar el cepillo de dientes; el oso de peluche relleno de migas de corcho, tan grande como mis tres años, que me miraba con curiosos ojos de vidrio color café con leche. Y el comedor. Yo sentada a la mesa,  mi madre a la derecha, mi padre a la izquierda, tal vez leche o chocolate en el desayuno (seguro que chocolate, nunca me ha gustado la leche) y aquel sabor, untoso y dulce, que recuperé muchos años después al comer una bamba de nata, versión castiza de la magdalena mojada en té.


Y mientras, a trescientos cincuenta kilómetros, las calles de la ciudad que habíamos dejado para ir a vivir a la que acabaría siendo nuestra segunda tierra desaparecían bajo el agua de un Turia súbitamente embravecido.


lunes, 18 de mayo de 2015

LA MALA BUENA SUERTE


Más fondoarmario. Hay años en que no está una para nada.






Imagen tomada de vayasemestre.blogia.com





EL MUNDO ES UN PAÑUELO


Braulio García Cordovilla estaba harto. El día que accedió a satisfacer el primer y costoso capricho de su por entonces novia, estaba tan enamorado que no cayó en la cuenta de que acababa de firmar su condena. Una condena a 35 años de trabajos forzados, pues por fuerza tuvo que trabajar hasta doce horas diarias durante todo ese tiempo ya que menos no habrían bastado para callar las bocas, pedigüeñas insaciables, de su mujer y sus tres hijas. Y los que le quedaban porque, funcionario ante todo, se sabía destinado a cumplir los sesenta y cinco al pie del cañón y, lo que sería aún peor, a seguir satisfaciendo la demanda ilimitada de sus cuatro lobas con una pensión que nunca sería para tirar cohetes.

De modo que aquel lunes, cuando fue a sellar su boleto de lotería primitiva y la lectura del boleto de la semana anterior casi revienta la pantalla de la máquina expendedora, comprendió que había llegado la hora de resarcirse de tanto esfuerzo en beneficio ajeno. Quiso la suerte que el feliz acontecimiento tuviera lugar en una administración lo bastante alejada de su domicilio como para que el empleado que lo atendió no le conociera de nada por lo cual se limitó a darle la enhorabuena y a indicarle dónde y cómo conocer la cuantía del premio y hacerlo efectivo.

Al día siguiente, después de una noche en la que se había despertado, varias veces, sobresaltado por un sueño en el que le confesaba el premio a su mujer, corrió literalmente a enterarse de su importe que resultó ser una cantidad de euros equivalente a cuarenta millones (Braulio no había conseguido dejar de pensar en pesetas) de la antigua moneda. La cantidad le pareció perfecta pues no era tan alta que no pudiera pasar desapercibida ni tan pequeña que no le permitiera llevar a cabo el plan que, como polluelo que rompe el cascarón y se lanza a la vida, había hecho eclosión en su cerebro la tarde del día anterior. Calculando un gasto de un millón de pesetas por año, podía permitirse el lujo de llegar a centenario sin preocuparse por la cuestión económica.

Con el boleto en el bolsillo, se dirigió a la oficina central de una importante entidad bancaria y, de entre todos los empleados, eligió al que, por su aspecto de joven tiburón de las finanzas, parecía el más adecuado para la operación que quería llevar a cabo. Apenas tardó veinte minutos en conseguir que el joven cerrara la transacción por la cual su boleto pasaba a ser propiedad de un cliente del banco interesado en sacar a la luz una parte de su dinero B y a sus manos llegaba un discreto paquete de billetes morados.


Dos semanas más tarde, en la terraza del hotel, al borde de la playa de Paralimni, Braulio García Cordovilla se tomaba un vaso de tsipouro acompañado de una ración de keftedakia mientras miraba al mar y agradecía la brisa que aliviaba el calor del Sur de la Hélade. Nunca, en su larga vida de trabajador, se había imaginado que fuera tan satisfactorio, tan placentero, el vivir sólo para uno mismo, el no tener más ocupación ni preocupación que la de buscar su propio bienestar. Apuró el vino, se comió la última albóndiga y cerró la revista de automóviles que había estado ojeando. Tal vez se comprara un coche pequeño, empezaba a apetecerle conocer el país.

Se detuvo un instante a la entrada del comedor del hotel para echar un vistazo a las mesas. La víspera había llegado un contingente de turistas noruegos entre los que, a su mirada, había destacado una madurita, impar entre tantas parejas, muy apetecible. Tan absorto estaba en el intento de localizarla entre los comensales que no se percató de la mole masculina que se había acercado a él a grandes zancadas, con los brazos abiertos de par en par.

—¡Braulio! —exclamó la mole, que correspondía al corpachón de su vecino Gervasio, el del 5º derecha —¿Qué haces tú aquí?

La sorpresa fue tan brutal que no tuvo tiempo de componer otro gesto que el del estupor.
—¡Madre mía! ¡Braulio!, ¿no me reconoces? ¡Soy Gervasio, tu vecino! ¡La alegría que se va a llevar tu mujer cuando sepa que has aparecido!

jueves, 7 de mayo de 2015

TODO LO QUE TOCO


Fondoarmario total. La musa sigue sin aparecer.








Imagen tomada de www.lasmejoresportadas.com




OLVIDO

Todo lo que toco se convierte en olvido. Me he dado cuenta esta mañana, cuando fui a coger un libro de la estantería. Hace quince días la vacié por completo, les di a las baldas una mano de reparador (que ya les estaba haciendo falta) y limpié los libros uno a uno. Luego los volví a colocar en su sitio, cada uno en el suyo, el mismo que ocupan hace veinticinco años. Ningún problema en eso, me sabía de memoria el lugar que ocupaba cada volumen y hubiera podido encontrar cualquiera de ellos con los ojos vendados, guiándome sólo por el tacto y la memoria. La jubilación me trajo muchas cosas buenas y la mejor de ellas es, sin duda, disponer de mucho tiempo para lo que más me ha gustado siempre: la lectura. Y esta mañana quise releer “O crime do padre Amaro”. Pero de pronto me encontré frente a la librería, mirando los lomos perfectamente alineados y preguntándome dónde demonios estaba el libro de Queiroz. Quise repasar mentalmente los títulos de cada estante pero sólo conseguí recordar el segundo: Turgueniev, Dovstoievsky, Tolstoi, Chejov, Flaubert y Zola. El resto...
Y en ese momento recordé que, la semana pasada, había sacado mis viejos zapatos de cordón, tan cómodos, tan lustrosos y como nuevos después de diez años, y me los puse para ir a comprar el pan y el periódico. Pero no fui capaz de anudarlos.
Y también recordé que, hace unos días, mi hija Celia llegó a casa con un bebé de cara redonda y ojos grandes. Era tan guapo que no pude evitar sacarlo del cochecito, acunarlo y darle un beso. Luego le pregunté:
—¿Y quién es este jovencito?
Mi hija me miró con una expresión que no supe descifrar.
—Es tu nieto, papá —me contestó—. Se llama Antonio, como tú.
Por eso esta tarde, cuando Matilde se ha acercado a darme un beso, me he apartado bruscamente de ella.
—¡No! —he gritado— ¡Ni se te ocurra!

Creo que la he asustado. Tendré que explicárselo. Tendré que decirle que, después de treinta años de amor, de cariño, de compañía; después de haber pasado juntos tantas cosas buenas y malas, después de haber tenido la inmensa suerte de tenerla conmigo todo este tiempo, he decidido no volver a tocarla. Porque temo que, si la toco, ella también se convierta en olvido.