Hay muchas formas de sentirse dueño del mundo y la mayoría, por extraño que pueda parecer, no son económicas. He aquí una de ellas.
DUEÑO DEL MUNDO
¿Cómo no fijarse en él? ¿Cómo no distinguir su rostro entre los cientos de rostros anodinos que se desplazaban, a medio camino entre la embriaguez y la idocia, por penumbra del pub? ¿Cómo no reconocer en sus facciones ese gesto que tanto me gusta, entre severo y cansado, que suele aparecer en la cara del que ha sido bueno toda la vida pero está a punto de pasarse al lado oscuro? El azar jugó a mi favor, desde luego. El azar, que quiso que pasara junto a mí, rozándome, cuando se separaba de la barra con tres vasos en la mano. Me pidió disculpas, le miré y me miró. Luego lo vi alejarse hacia una de las mesas del fondo. Allí le esperaba un grupo de gente (hombres, mujeres, jóvenes y no tan jóvenes) tan parecido al grupo con el que yo estaba que hubiéramos podido pertenecer a la misma empresa. “Otra cena de trabajo”, pensé, “son todas iguales, somos todos iguales”.
Sus movimientos eran suaves, casi felinos. “Seguro que tiene gato”, me dije acordándome de Misi, la linda persa que había dejado en casa.
Cogí mi segundo cubata y me dirigí hacia la mesa donde mis compañeros habían conseguido acomodarse. Di un rodeo para pasar cerca de él y al llegar a su altura me quedé mirándole con descaro. En aquel momento levantó los ojos, me vio mirarle y me aguantó la mirada unos segundos. Luego bajó la cabeza como si yo no le interesara gran cosa y buscó un cigarrillo sobre la mesa pero, casi enseguida, volvió a levantarla y, no me engaño, sus ojos me buscaron.
Un amigo mío diría que todo esto no es más que química cerebral, procesos neuronales diversos provocados por las feromonas y cosas por el estilo. Me da igual. Cualquier explicación me satisfaría siempre que pudiera justificar por qué, cuando llegué a mi asiento, me temblaba el pulso y sentía un deseo feroz creciéndome el vientre.
Podía verle, aunque casi de espaldas, desde donde estaba. Encendió lánguidamente un cigarrillo, dio un trago largo a su bebida, rechazó la invitación a bailar de una compañera bajita y teñida de rubio. Yo me extasié mirando sus hombros, su perfil, su pelo oscuro. Imaginé sus manos acariciándome, su torso desnudo, el sabor de su saliva.
“Hey, dónde andas”, me sacudió el brazo un compañero justo en el momento en que, unos metros más allá, él se levantaba. Su vaso estaba casi lleno, aún le quedaban cigarrillos... deduje que iba al baño. “Disculpa”, le dije al interruptor levantándome yo también, “tengo que ir al servicio”.
Seguí sus pasos sin que me viera y entré tras él. Lo vi a la derecha, de cara a la pared, con las piernas separadas y el culo tenso. Oí el repiqueteo de su orina al golpear contra la loza. No había nadie más.
Avancé unos pasos, sin hacer ruido, y me coloqué a su espalda. Mi corazón iba tan deprisa que parecía imposible que sus latidos no retumbaran en las paredes azulejadas. Entonces se volvió y pude ver sus ojos bajo la luz fría de los fluorescentes: eran oscuros y me miraron con una mezcla de asombro y sorpresa.
No le di opción. Le cogí la cara con las manos y le besé con toda la audacia y toda la fuerza que el deseo y el alcohol me prestaban. Sus labios eran suaves y dulces, su aliento cálido. Le acaricié la nuca y el cuello, le busqué la lengua.
Reaccionó casi enseguida. Me rodeó con los brazos, me apretó contra su vientre y abrió la boca. No perdí el tiempo. Sin soltarlo, sin dejar de besarle, sin separarme ni un centímetro de la dureza que ya pujaba en su entrepierna, lo conduje hasta uno de los excusados y cerré la puerta. Las manos me temblaban pero encontré la hebilla del cinturón, los botones, la cremallera, el elástico del slip. Él había empezado a explorar por debajo de mi jersey. Acaricié sus brazos, su espalda, su culo antes de separarme un poco y empujarlo suavemente hacia abajo hasta que quedó sentado sobre la tapa del inodoro. Me arrodillé ante él.
¿Podéis creer que cuando tuve su sexo entre las manos, cuando contemplé aquella carne tensa y altiva, cuando me incliné sobre ella y la introduje suavemente en mi boca... ¿podéis creer que me sentí el dueño del mundo?
Eres sencillamente genial. Tengo la escena en mi cabeza con absoluta nitidez. Enhorabuena es un relato magistral
ResponderEliminarUn beso enorme y gracias por este regalo.
Gracias a ti, Carmen.¿Sabes una cosa? En su día, dos buenos amigos nuestros quisieron cortarme la cabeza (creo que no les gustó el final)
Eliminar:-)
Abrazo enorme.
Un magnífico relato, con gran impacto visual y sensorial...
ResponderEliminarPara sentirse el dueño del mundo, desde luego.
Besazo!!!
Me alegra que te guste, María. Sabes que para mí es muy importante gustarte.
EliminarBesos, muchos.
rendido me has, que lo sepás...
ResponderEliminarTú me rendiste a mí hace mucho así que solo puedo alegrarme por el empate, Rafa.
EliminarEstrellas, muchas estrellas.
¡Por Dior, por Dior! Condesa...
ResponderEliminarNunca defraudas ¿lo sabes? pues eso. Trepidante desde el principio y sorprendente final.
Chinchin con MartiVillí.
Besos
No me digas que no lo recordabas... Lo tienes que haber leído en la serie de "El relato de la semana"... Hablando de Martivillí... a ver si quedamos un día de estos y nos tomamos una botella.
EliminarUn abrazo enorme, Mar hermosa.
(No te haces idea de la alegría que me das cada vez que te veo por aquí)