Una historia... clínica.
CAMISÓN
Aunque podría parecer un disparate, lo peor no fue aquel dolor en el costado que le aplastó contra el sillón y que le quitaba la vida cada vez que quería coger aire, ni los minutos eternos que transcurrieron desde que Martínez llamó a urgencias hasta que llegaron los sanitarios, ni siquiera la voz angustiada con que el médico apremiaba al enfermero (“Vamos, vamos, que se nos queda”) mientras la ambulancia ululaba histérica y serpenteaba entre el tráfico de la mañana. Tampoco fue lo peor el sentir sobre la piel varios pares de manos que, casi al mismo tiempo que le desnudaban, le iban llenando de cables y le colgaban varias bolsas de líquido transparente sobre la cabeza, ni el vertiginoso viaje en camilla, con todos aquellos tubos fluorescentes pasando a toda velocidad por delante de sus ojos en decúbito supino. Ni siquiera fue lo peor la voz junto a su oreja: “Manuel, le vamos a hacer un…” Un… un… Un nosabíaqué, pero acababa en –ismo y sonaba a solucionar el atranque de unas tuberías, “Manuel, ¿ha entendido lo que le he dicho? Si no puede hablar, diga que sí con la cabeza”, ni la fugaz intuición, tumbado sobre la mesa del quirófano, de que aquello podía ser el fin.
Lo peor, con bastante, fue el camisón.
Cuando se tienen cuarenta y dos años, buena presencia, éxito profesional y una bien merecida fama de conquistador y bon vivant, un leve camisón, con el logotipo del hospital serigrafiado sobre la tetilla y anudado a la espalda, que al menor movimiento deja al aire las nalgas, era un atuendo que rozaba la humillación. Cuando la propia imagen es la de un hombre tan pulcramente vestido que podría competir con cualquier modelo publicitario, un camisón, casi transparente a fuerza de lavados, tan escaso que apenas alcanzaba a cubrir sus rodillas, era lo más parecido al capirote que servía de escarnio a los herejes.
No era, desde luego, la ropa que le hubiera gustado llevar puesta para hacer frente a la enfermera de la mañana, aquella morena desparpajada que entraba en su habitación a las ocho y diez preguntándole a voz en cuello qué tal había pasado la noche. Tampoco parecía la indumentaria más adecuada para conseguir que la enfermera de la tarde, un tallo de pelo castaño y ojos verdes, se fijara en él.
Ya la segunda noche en el hospital, cuando el dolor había dejado de atormentarle, los médicos le habían dado buenas noticias y se encontraba tan bien que habría jurado que nunca en su vida había estado enfermo, dio en pensar que lo del camisón podría formar parte de una estrategia sanitaria encaminada a minar de tal forma la autoestima del paciente que este aceptara, sin oponer resistencia, cualquier tipo de prueba o tratamiento.
La noche… La noche era distinta. La enfermera de noche era distinta. Tal vez era su modo de moverse, que hacía que su presencia resultara ligera como un soplo de aire, o tal vez su forma de hablarle, mirándole siempre a los ojos, lo que hacía que, cuando ella estaba en la habitación, se olvidara de que llevaba puesta aquella prenda degradante. A ella se atrevía a preguntarle las cosas que los médicos, siempre con prisa, no habían tenido tiempo de explicarle en la visita. A ella se atrevía a pedirle un vaso de leche para tomar las pastillas de las doce. Cuando, a las siete de la mañana, ella levantaba las cobijas para colocarle los electrodos del aparato que le hacía el electrocardiograma, no le importaba mostrarle el desamparo de su cuerpo sobre las sábanas, su casi desnudez.
—¿Es usted siempre así de amable? —preguntó mientras ella le quitaba el catéter por el que habían entrado en sus venas litros de suero y cantidades incalculables de medicamentos.
—Claro que no —negó ella con una sonrisa—, solo con los hombres guapos.
Y tiró sin piedad del esparadrapo.
Le dieron el alta un martes. La enfermera de noche llevaba varios días sin aparecer. En su lugar, un enfermero alto y desabrido le había llevado las pastillas y le había hecho el electro con un gesto que indicaba claramente que estaba descontento con su sueldo. Haciendo acopio de valor, le preguntó a la enfermera de mañana por su compañera nocturna. “Está de correturnos”, le dijo, y él no se atrevió a preguntar qué demonios quería decir aquello.
Telefoneó a su hermano para que fuera a buscarle después de comer, se vistió con su ropa por primera vez en ocho días y empezó a guardar las pocas cosas personales que habían llegado a aquella habitación: el cepillo de dientes, el peine, la colonia, la maquinilla de afeitar…
Ya salía del cuarto de baño cuando, al dar un último vistazo para asegurarse de que no olvidaba nada, vio el camisón tirado en el suelo, junto a la ducha. Lo miró largamente, la mano apoyada en el picaporte, los párpados inmóviles, mientras una ráfaga de memoria le hacía recordar lo que había sentido cuando lo envolvía aquel pedazo de tela.
Entonces se agachó, lo recogió y, furtivamente, lo metió en la bolsa de aseo.
Buen relato, Fefa, muy buen relato.
ResponderEliminarEl camisón del hospital con su abertura atrás te hace comprobar fehacientemente lo inútil de la apariencia.
Un beso, reina.
Gracias, Carmen. Es cierto: con un pijama o camisón de hospital todos somos iguales.
EliminarUn abrazo muy grande.
Esta historia tan cotidiana encierra todo un complejo entramado de las grandezas y debilidades del ser humano, ya se encuentre desvalido en un camisón infame o vestido con bata y haciendo un electro.
ResponderEliminarParece que conocieras bien los entresijos del mundo hospitalario, Vichoff :)
Un relato tierno que saca muchas sonrisas.
Muchos besos!!!
El camisón… Como si uno no se sintiera ya bastante perdido y desvalido, para que, encima, le pongan esa indumentaria. ¿Me das permiso para copiar el texto y leérselo a los compañeros? Les va a encantar, como a mi :-) Es genial.
ResponderEliminarBesos y abrazos.
Este camisón me ha recordado a mi marido, imaginad 1,92 de estatura, robusto, sin haber estado nunca ingresado, cuando se vio de esa guisa (ni siquiera le llegaba a las rodillas) lo del pijama era aún más difícil encontrar talla, aunque su cabeza no estaba bien, me decía que fuera por otro camisón, tanto insistió que una celadora trajo otro, lo quería para atárselo a la cintura.
ResponderEliminarUn abrazo.
Estoy segura, Rosa preciosa, de que los pijamas y camisones hospitalarios son una treta de la sanidad pública para que el paciente se entregue si oponer resistencia.
Eliminar;-)
En cuanto a tu marido... jamía, con semejante hombretón... me temo que, ingrese donde ingrese, tendrás que ir a comprarle los pijamas al cortinglés.
Un abrazo, guapísima.
Afortunadamente he pasado por el hospital para los partos y poco más. Al leer tu relato me he acordado de esas dos ocasiones. Claro que... cuando una está en ese punto en que se arrancaría los riñones en vivo para que dejen de doler, ¿qué importa que te paseen con el camisón abierto por detrás de arriba a abajo? Nada. Importa lo mismo que el que un grupo de universitarios tome notas asomado a tus partes nobles mientras te retuerces y te preguntas: ¿por qué? ¿por qué? ¿por qué? :-D
ResponderEliminarGran relato. Realmente bueno, Fefa.
Cuando está malo de arrancarse los riñones o de tirarse la ventana... como si te ponen un capirote: te da igual todo. Pero cuando se pasa... entonces sí importa el detalle de ir enseñando el culo por los pasillos, aunque antes te lo haya visto medio Servicio de Gine y parte de la Facultad de Medicina.
Eliminar:-)
Gracias, Frida, un beso.
A algunos nos puede más el pudor que el propio temor a lo que te espera en una sala llena de batas verdes y mascarillas. Realmente la mente humana es una incógnita que sólo los artistas sabéis reflejar.
ResponderEliminarGracias, Rafael. Es un honor que hayas visitado esta casa (caja).
EliminarUn abrazo muy grande.