LO
QUE EL VIENTO SE LLEVÓ (PAQUETE POSTAL)
Leyó
las instrucciones del panel y dudó un segundo a pesar de que estaban muy
claras: “A Envíos”, “B Recogida”. Pulsó la tecla correspondiente a la B y la máquina escupió un
tique de incierto color blanco con una gran letra B impresa en negro y tres
números rojos: 201.
En
la sala había una veintena de personas. Hacía años que no acudía al edificio de
Correos, prácticamente desde que el ordenador y el email habían entrado en su
vida, o tal vez desde antes, desde los tiempos en que Héctor y ella habían
abierto cuentas en la
Caja Postal para ingresar allí sus primeros sueldos.
Recordaba
vagamente los carteles, de un color gris polvoriento, que entonces colgaban
sobre las ventanillas, “Giros”, “Ingresos”, “Transferencias”, “Paquete postal”…
Algo así era. Ahora los viejos carteles plastificados habían sido sustituidos
por asépticos marcadores electrónicos “Puesto 1”, “Puesto 2”… Hasta ocho
puestos. Una pantalla colgada en la pared frontal indicaba el turno con luces
también rojas, como los números de los tiques: “Puesto 2, B 198”. Qué
práctico, ahora la persona que tenía el tique B 198 acudiría al puesto número 2
para recoger su envío. Pensó que a Héctor le habría encantado la modernización
del servicio, tenía una fe casi ilimitada en las ventajas del progreso.
—Es
maravilloso, Inés, la carta que antes necesitaba quince días para llegar ahora
tarda apenas unos segundos —le explicaba entusiasmado.
—Eso
siempre que encuentres un sitio donde conectarte —replicaba ella.
Y
es que los lugares desde los que Héctor solía escribir, casi siempre para pedir
cualquier tipo de ayuda, no eran de los que tienen fácil acceso a Internet.
Un
pitido desagradable, como el claxon de una vieja furgoneta, anunció un cambio
en la pantalla. “Puesto 5, B 199”.
Dinero,
material de todo tipo, medicinas, gestiones ante algún consulado o embajada… Esa
era la clase de cosas que Héctor solía pedir, desde cualquier rincón del
planeta abandonado a su suerte, generalmente mala, al que había acudido “para
ayudar en lo que pueda”.
—Un
día te vas a meter en un lío y a ver qué hacemos —le decía ella cada vez que él
regresaba por unos días, siempre pocos.
Pero
Héctor nunca había sabido ver la angustia y la súplica que había detrás de sus
palabras. O no había querido verlas. “Héctor está enamorado de la muerte”, le
dijo una vez su madre. Ella siempre se había resistido a darle la razón pero el
tiempo había confirmado que la tenía.
“Puesto 2,
A 258”, “Puesto 6, B 200”.
Tensó
la espalda y fijó la vista en la pantalla, el siguiente anuncio de B era el
suyo, sólo faltaría que se le pasara el turno.
Dos
semanas antes, después de colgar el teléfono, supo que desde el primer viaje de
Héctor había esperado aquella llamada. Y supo también que, a pesar de
esperarla, nunca había dejado de rezar para que no se produjera. Pero su
petición no había sido escuchada. En cambio, ella escuchó, a través de una voz
que sonaba lejana y que, a pesar de expresarse en español, parecía hablar otro
idioma, el relato del ataque al campamento, de la confusión en medio de la
noche, de los gritos de los niños, del pánico, de la bala maldita que había ido
a incrustarse en aquel corazón por el que el suyo había latido durante tanto
tiempo. No había seguros que cubrieran ese tipo de incidencias ni familiares
que estuvieran dispuestos a costear la repatriación del cadáver.
—Señora
—había dicho la voz, temblorosa, emocionada—, Héctor siempre me dijo que si
algún día necesitaba algo la llamara a usted… Él la tenía en mucha estima,
señora, me hablaba de usted y me decía que era buena gente, Héctor la apreciaba
mucho y Héctor para nosotros fue —la voz se quebró un poco—…Y por eso creo que…
Bueno, he pensado una cosa que se podría hacer, si usted está de acuerdo, por
supuesto…
Un
pitido más y en la pantalla apareció el cambio de turno. Era el suyo. Su turno
para recoger su envío.
Se
levantó despacio, arrastrando el peso de su cuerpo, y caminó lentamente hacia
el puesto 8. Allí, a cambio del tique con tres números rojos, una señorita
pelirroja le entregó el paquete que contenía las cenizas de Héctor.
A
lo largo de veinte años de una amistad que nunca había pasado a ser otra cosa,
Héctor le había hecho muchas confidencias.
—No
quiero que me entierren, no es higiénico —dijo una vez, y la miró de reojo para
ver su reacción —mucho mejor la incineración y esparcir las cenizas.
—¿Y
si mueres lejos de casa? — preguntó ella.
—Entonces
me da igual.
El
cementerio estaba situado en una colina. Las terrazas en las que se disponían lápidas
y nichos miraban hacia poniente. Inés llegó hasta la tumba de su madre. Cambió
las flores marchitas por un ramo de rosas frescas y se quedó mirando la
inscripción con el nombre y las fechas. “Tenías razón, mamá”, pensó. Luego abrió
el paquete que había recogido en correos, destapó la caja de madera y vertió sobre
la losa las cenizas de Héctor.
Se
quedó allí de pie, sin moverse, sin pestañear, de espaldas a sol del atardecer,
mirando cómo se las llevaba el viento.