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viernes, 29 de noviembre de 2013

LA VOZ DE SU AMO

Ciento veinte palabras para nuestros pequeños grandes amigos. Josep, tú me lo has recordado.



LA VOZ DE SU AMO
Desde que había vuelto del hospital, el perro no se había separado de él. Durante el día, vigilaba desde la puerta del dormitorio y por la noche se tumbaba en la cama, a sus pies, durmiendo sin dormir. Una rutina de varios meses que no abandonó en ningún momento. Para llevarlo al veterinario su hijo mayor tuvo que cogerlo en brazos y esquivar varios amagos de mordisco.
Aquella noche le despertaron los lametazos del perro en su mano. Todos sus dolores habían desaparecido y lo envolvía un extraño bienestar.
—Ya viene a buscarme, ¿verdad? —preguntó.

El perro le dio otro lametón y luego se acurrucó a su lado. Él cerró los ojos y le acarició la cabeza. 

jueves, 28 de noviembre de 2013

SERIE NEGRA VIII (CINE NEGRO)

Lo último de mi musa (de vez en cuando es buena y vuelve)






SESIÓN DE NOCHE


Llegó tarde, como de costumbre. La película había empezado diez minutos antes y el vestíbulo estaba ya en penumbra y completamente vacío, ni siquiera se había encontrado con el acomodador. Entró en la sala y esperó unos segundos a que su vista se acostumbrara a la oscuridad. Dio una ojeada al patio de butacas y, apoyándose discretamente en el bastón, avanzó por un pasillo lateral y se sentó en una de las últimas filas dejando cuatro o cinco asientos libres entre el suyo y el que ocupaba un hombre de mediana edad que miraba absorto la pantalla. Abrió su viejo bolso de piel de cocodrilo, sacó un caramelo y se dispuso a disfrutar de la historia.

Siempre le había gustado mucho el cine pero nunca había tenido ocasión de disfrutarlo como habría querido. Cuando era pequeña, porque la dureza de la posguerra lo convertía en un lujo y, de joven, porque era inadmisible que una mujer acudiera sola a ciertos sitios y ella, con su leve cojera y sus gafas de miope, nunca había encontrado un novio que la llevara a ver Casablanca o Rebeca.

Pero las cosas habían cambiado a lo largo de los años y, poco a poco, dejó de estar mal visto que una mujer se sentara en una cafetería sin más compañía que la de su bolso y su bastón o que pidiera una sola entrada en la taquilla de un cine de estreno.

La sala estaba casi vacía a pesar de que la película, una fantasía futurista llena espectaculares efectos especiales, era la más esperada y promocionada de las últimas semanas. Una cosa así habría sido impensable solo unos meses atrás pero… 

La ciudad tenía miedo, un miedo que había ido ocupándola poco a poco, ganando uno a uno a sus habitantes como una plaga contagiosa, adueñándose de su espíritu, a lo largo de casi un año.

El primer asesinato había pasado casi desapercibido, la noticia estuvo apenas dos días en la prensa local y los dueños del cine donde había aparecido el primer cadáver no vieron seriamente alterados sus ingresos. Con el segundo ocurrió algo parecido. Habían transcurrido varios años y los pocos días los ciudadanos habían olvidado no solo el crimen sino la coincidencia de que el segundo muerto hubiera aparecido también bajo las amplias butacas del moderno cine de un centro comercial.

Con el tercero las cosas empezaron a cambiar. Las radios locales, las cadenas de televisión, los periódicos, rescataron de sus archivos los casos anteriores y empezaron a prestar atención a las circunstancias en las que habían tenido lugar las tres muertes. Por primera vez, hablaron y escribieron sobre la posibilidad de que se tratara de un asesino en serie. La policía no quiso dar más información que la estrictamente necesaria pero no hacía falta ser un genio para encontrar lo que los tres casos tenían en común: los tres cadáveres habían aparecido en cines de la ciudad, los tres fallecidos eran varones relativamente jóvenes y el arma del crimen, que era uno de los escollos de la investigación, era la misma en los tres casos.

Una vez dada la alarma, los cines de la ciudad no tardaron en notar los efectos. Las salas se vaciaron progresivamente y solo el viernes por la noche, si había suerte y una película con mucho tirón, se ocupaba un tercio de las localidades. La gente tenía miedo.

Pero ella no. Ella había dejado de tener miedo hacía mucho tiempo.

Le dio un violento ataque de tos justo cuando en las imágenes se libraba una feroz batalla espacial entre los dos ejércitos rivales y el estruendo de las detonaciones y los impactos, amplificado por los altavoces, hacía temblar el suelo de la sala. Se levantó y empezó a avanzar hacia el pasillo. Al verla llegar, el hombre joven, sin quitar los ojos de la pantalla, se levantó para facilitarle el paso. No llegó a ver cómo ella sujetaba el bastón con una mano y con la otra tiraba de la empuñadura. No llegó a ver la fina hoja que brilló unos instantes a la luz de la última explosión, ni siquiera llegó a sentirla cuando le atravesó el vientre.

Se dirigió a la salida por el pasillo central. A pocos minutos del desenlace de la lucha galáctica, nadie se fijó en ella, en que cojeaba levemente y se tapaba la cara con un pañuelo mientras tosía.

“Asesino en serie”, pensó, y sonrió levemente, “asesino…”

  

sábado, 23 de noviembre de 2013

SERIE NEGRA VII (VISITAS)

Hay visitas que... 



VISITA INESPERADA


Comprendo su sorpresa al verme después de tantos años, señor. Yo, con su permiso, también estoy un poco sorprendida porque no pensé que usted siguiera viviendo en esta casa después de lo que sucedió. Parece mentira, han pasado casi cuarenta años y es como si hubiera sido ayer, ¿no cree? Veo que ha hecho cambios, que ha quitado el papel de las paredes y ha sustituido varios muebles. Yo hubiera hecho lo mismo. En realidad, lo hice en mi casa cuando murió mi marido. La pinté de arriba abajo, cambié los muebles de sitio y me fui a dormir a otra habitación. En la de matrimonio había estado mi marido de cuerpo presente y, qué quiere que le diga, no podía. Usted no llegó a conocerle, claro, me casé después de dejar esta casa. Le ha quedado muy bonita, señor. Parece que tiene más luz, que es más alegre. Así resulta más fácil convivir con los recuerdos.

¿Ha arreglado la cocina también? Perdonará la curiosidad pero... cómo se lo diría yo, la cocina era el lugar de esta casa que era más mío. La cocina era mi sitio, usted comprende lo que quiero decir. No me diga que ha puesto una de esas modernas vitrocerámicas... Espero que el señor no haya olvidado mis patatas a la importancia, mi cordero al horno y mi arroz con leche. Ah, qué feliz fui entre esas paredes, preparando los platos favoritos de todos ustedes. Su señora madre, no me olvido, se volvía loca con el cardo en salsa de almendras. El señorito Andrés, en cambio, andaba siempre pidiéndome que le hiciera natillas. Pobre señorito Andrés... era apenas un niño, ¿verdad? Y pobre señora... Tan joven, tan hermosa... quién nos iba a decir, señor.

No, gracias, no me gustaba el alcohol y sigue sin gustarme pero... le aceptaría un café. ¿Quiere que lo prepare yo? Todavía me acuerdo de dónde se guardan el café y la cafetera. Qué buenos recuerdos me trae ese aroma... cuántas tardes la señora, que en paz descanse, se sentaba aquí, conmigo, y charlábamos de nuestras cosas... Ella me contaba, ¿sabe?

Seguro que el señor se pregunta el motivo de mi visita. Se lo diré con franqueza: no ha sido una casualidad. No ha sido que algún asunto me haya traído hasta aquí, tan lejos de donde yo vivo, y haya aprovechado para venir a verle. No. He venido a propósito, señor, porque tengo una importante noticia que darle, una muy importante noticia. El señor ha de saber que, desde hace dos días, el señor es viudo.

Sí, no me mire con esa cara. Ya comprendo que esté sorprendido pero... es la verdad: usted enviudó hace cuarenta y ocho horas.

Seguramente el señor se acuerda de un joven mecánico que contrató cuando se jubiló el viejo Pascual, ¿verdad? Pues bien, señor, aquel joven,  que se llamaba Jacinto, lo recuerdo bien, fue quien ayudó a la señora. Ella ya estaba muy cansada, señor, muy harta. De usted, de su señora madre... Jacinto fue quien le dio la idea del accidente y el que le explicó la mejor forma de hacerlo: el coche debía caer al pantano en la mitad del puente, justo donde el agua es más profunda, donde los cienos del fondo no dejarían encontrar los cadáveres. Era un conductor muy bueno, muy hábil, supo cómo hacer derrapar el coche para que las huellas en el asfalto no dejaran lugar a dudas.

Luego los tres se marcharon tan lejos como pudieron. No querían que nadie los encontrara ni que nadie pudiera reconocerlos. Vivieron muy felices todo este tiempo, eran una auténtica familia. Jacinto murió hace dos años y la señora... ya se lo he dicho: hace dos días.

¿Su hijo? Un hombre de bien que ha formado su propia familia. Ahora está triste porque en dos años ha perdido a sus padres (ha oído bien, he dicho sus padres. Porque su hijo siempre dijo que él no había tenido más padre que Jacinto) pero sabe que la vida es así. Es fuerte, como lo era él, y decidido, como la señora. No, no creo que quiera saber nada de usted porque... ¿sabe, señor?... la señora me contaba.

lunes, 18 de noviembre de 2013

ALGO ESTÁ PASANDO

Hablando de relatos cómplice, este lo es y mucho. 
Quien sepa a quién apodaban Koba tiene la mitad del trabajo hecho. 
Sin embargo, no faltan pistas a lo largo del cuento, por si alguien 
sigue leyendo sin acudir a Google y descubre la historia antes 
de llegar al final o justo en el final, en ese 19 de agosto.





LA SOMBRA DE KOBA
  
—¿Cómo estás, Leo?

Así me saluda Lupe, que acaba de salir a la terraza y de dejar sobre la mesa una jarra de agua fría, lo único que me apetece beber en esta tierra reseca. Se queda mirándome como si esperara una orden, como si sólo hiciera falta que yo expresara un deseo para que ella corriera a satisfacerlo.
Se sienta a mi lado y apoya su mano sobre la mía.

—¿Cómo estás, Leo?— repite

Su voz es musical, cantarina. Se empeña en quitarme la consonante final (y con ella el acento en la última sílaba) y mi nombre suena casi amable en sus labios. Pero echo de menos que alguien me llame Lev Davidovich, como Grigory solía hacer. “Lev Davidovich, camarada, ¿no crees que lo que pretendes es una utopía?”

—Compré duraznos...

Me asombra su piel oscura, me recuerda a la de Frida. Parece tan densa que se diría que nada puede herirla. Sin querer la comparo constantemente con la de Irina, blanca, frágil, casi transparente. Irina... Ya corre 1940, Irina. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde nuestras promesas?. En realidad, da igual cuánto haya sido: parece una eternidad. Desde esta ciudad, luminosa y polvorienta, las demás ciudades en las que he vivido, todos los paisajes que he conocido, todas las casas que he habitado, incluso todos los rostros que alguna vez han estado ante mis ojos, parecen terriblemente lejanos como si, en vez de pertenecer a mi vida, formaran parte de un sueño.

—Leo...

Lupe está preocupada por mí. Cuando llegó a casa al día siguiente del tiroteo y vio la huella de los disparos en las paredes se arrojó en mis brazos gritando mi nombre y hablando tan deprisa que apenas pude entender lo que decía. De repente se había dado cuenta de que algo estaba pasando y ella no sabía lo que era. Iá bami ocheróban, le dije entonces. Nunca le he dicho “te adoro” a ninguna mujer, ni siquiera a Irina, pero a Lupe puedo decírselo porque sé que no me entiende.

Ahora se sienta en el suelo, a mis pies, y apoya la cabeza en mis rodillas. Acaricio su pelo negro y brillante, como seda. Ven, pequeña diosa, niña de piel color canela y ojos como pozos. Te contaré que el otro día, cuando Sheldon y yo salíamos de Museo, una vieja india llena de collares y brazaletes se empeñó en leerme la mano. Veo un martillo cerca de ti, me dijo. Y una hoz, le contesté, casi divertido. Ten cuidado, me advirtió con gesto sombrío.

Claro que tengo que tener cuidado. La sombra de Koba es tan larga como los cauces de todos los ríos soviéticos y tan penetrante como el aire helado de Siberia. Puede llamarse de muchas maneras: NKVD, KGB, GRU... pero siempre es su sombra. Llegó a Prinkipo, llegó a París y a Noruega y ahora ha llegado a Coyoacán. La diferencia entre Koba y el frío siberiano es que del viento gélido de la estepa puedes encontrar con qué protegerte.

Ven, pequeña Lupe. Comeremos duraznos y beberemos agua helada mientras esperamos la caída del sol, un poco de alivio para este calor sofocante. Todavía queda mucho verano, hoy es 19 de agosto.


sábado, 16 de noviembre de 2013

VERANO INOLVIDABLE Y SU CONSECUENCIA

Ocurrió que alguien propuso escribir sobre el tema "Verano inolvidable". Ocurrió que yo escribí el microrrelato que se lee más abajo en primer lugar. Ocurrió que alguien (y no miro a nadie) lanzó un reto y yo, que me tiro a cualquier charco, lo acepté.




UN TEMA DIFÍCIL

“Verano inolvidable, “Verano inolvidable”…  Menudo tema ha ido a poner. Como si hablar del verano fuera sencillo. ¿Qué pasa, no había otro? Se me ocurren cientos, miles. “El cielo y las estrellas”, por ejemplo.  “Mi segunda piel”, por ejemplo. “Aurora boreal”, por ejemplo. Y si hablamos de “inolvidables” la lista se alarga casi hasta el infinito. “Un viaje inolvidable”, “Una aventura inolvidable”, “Una noche inolvidable”…  Incluso valdría  “Mi reno y yo”, si me apuras.
Tal vez lo ha puesto porque estamos en agosto y, claro, piensa que agosto es igual en todas partes.
¡Pues no, agosto no es igual en todas partes!
“Verano inolvidable”… Uf…

Voy a barrer la entrada del iglú a ver si barriendo se me ocurre algo.





MI RENO Y YO

No sé qué habría sido de mí y de mi negocio si él no hubiera aparecido pero puedo imaginarlo: la mercancía  sin repartir, el buzón lleno de airadas quejas de los destinatarios, defraudados por no haber recibido su pedido… Los proveedores, furiosos, me habrían retirado su confianza y cambiado de distribuidor.
Era la primera vez que el tiempo me jugaba esa mala pasada aunque, en realidad, me extrañó que no hubiera sucedido antes, dadas las fechas: una niebla densa, como ese puré de guisantes que flotaba antaño sobre Londres, que no dejaba ver más allá de un metro.
¿Quién se arriesga a conducir así?
Pero entonces llegó él, Rudolph.
Y con su nariz colorada iluminó el camino delante del trineo.


lunes, 11 de noviembre de 2013

COSAS DE FAMILIA

En todas las familias hay algún secretillo. O dos.








SUS ÚLTIMAS PALABRAS


—Perdona que te moleste, Lidia, pero es que últimamente veo a tu padre muy mal…

Así había empezado la llamada de Teo, en un susurro de clandestinidad a dos mil kilómetros de distancia. Lidia la imaginó esperando la hora de la siesta de su padre, acercándose con sigilo al viejo teléfono de dial que colgaba desde siempre de la pared del pasillo y arrugando los ojos para distinguir, en medio de la penumbra, las cifras apuntadas en una hoja de su bloc de notas que había pegado meticulosamente junto al aparato. “Así lo tengo a mano si necesito llamarte, hija”.
Teo era casi tan mayor como su padre y no se aclaraba con el inalámbrico. “Yo me confundo con todas esas teclas, Lidia, no quites el teléfono de la entrada que yo me manejo muy bien con él”.

No la había sorprendido. De hecho, llevaba varios años esperando el aviso, anticipando el momento en que tendría que hacer la maleta a toda prisa y tomar el primer avión porque a su padre o a Teo les hubiera ocurrido algo. Y el momento había llegado. Siempre supuso que su padre sería el primero en caer, tenía más años que Teo y su salud nunca había sido buena. Pero Teo siempre había cuidado de él. De hecho, Teo había cuidado de todos. En la memoria de Lidia, Teo era una presencia como la de sus padres o la de sus abuelos, era de la casa, de la familia, y su recuerdo estaba unido a un desvelo constante. Teo había velado sus fiebres infantiles, curado sus rodillas lastimadas en una caída y limpiado sus lágrimas. También la había abrazado en las noches de pesadillas y consolado en su primer desengaño. Y eso no le había quitado tiempo para estar pendiente de las comidas, de la limpieza, de las compras, de sus padres… Su madre había muerto cuando Lidia tenía quince años y Teo había sido primero la enfermera que la había atendido durante la enfermedad y luego el bastón en que Lidia y su padre se habían apoyado para superar su ausencia.

“Teo, ¿por qué yo no tengo hermanitos?”, había preguntado un día, después de jugar en la casa de familia numerosa de su amiga Teresa. “Porque los niños no vienen cuando uno quiere sino cuando Dios los manda”, había sido la respuesta de Teo, acompañada de una sonrisa de conformidad. Entonces ella corrió a buscar a su padre. “Papá, el domingo en Misa tenemos que pedirle a Dios que nos mande un hermanito”, le dijo, y le sonrió para que viera su entusiasmo. Su padre la había mirado despacio y luego le había acariciado la cabeza. “Cómo te pareces a tu madre”, había dicho.



No esperaba encontrarle tan mal. Según Teo, había empeorado mucho en las últimas veinticuatro horas y no había conseguido convencerle para ir al hospital. A duras penas había consentido la presencia del médico de cabecera.

—Se niega en redondo, Lidia, dice que quiere morir en su cama —le explicó con la voz entrecortada y unas lágrimas que no pudo disimular.
—Tan cabezota como siempre —contestó, y se abrazó a la mujer—. No te preocupes, seguro que no se muere.

Pero cuando le vio, pálido y fatigado por la disnea, dudó de lo que había dicho. Teo tenía razón, estaba muy mal.
Se acercó a la cama, se sentó en el borde y cogió la mano que descansaba sobre el embozo.

—Ya estoy aquí, papá —dijo en voz baja. Teo se había aproximado también, Lidia la sentía a su espalda—. Ya estoy aquí y te vas a poner bien, ya lo verás.

Su padre abrió los párpados lentamente y la miró un instante. Luego levantó los ojos por encima de su hombro y los dejó quietos allí unos segundos mientras en su cara aparecía un gesto de alivio.

—Hija —dijo, y aspiró de nuevo. Lidia comprendió que era su último esfuerzo—… cuida de tu madre.



jueves, 7 de noviembre de 2013

MIRÓN (Relato levemente erótico)

Pues eso: levemente.





MIRÓN

Creo que no exagero si digo que me enamoré de ella la primera vez que la vi. Inmóvil, altiva, indiferente a todo lo que la rodeaba, la mirada perdida en un horizonte que yo no conseguía adivinar. Sin que me viera, sin que siquiera adivinara mi presencia, la miré largo rato. Tenía el pelo negro y liso, los ojos muy grandes y la boca perfilada en algo que podría ser una sonrisa.

Volví a la noche siguiente y la encontré en el mismo lugar. Seguía mirando a lo lejos con desgana, como si nada de lo que ocurriera alrededor pudiera resultarle interesante, ni sus compañeras ni la gente que pasaba y las miraba; en el brazo derecho sostenía un bolso demasiado grande. Me fijé en su traje, gris y elegante, y en la blusa blanca que desparramaba su cuello de encaje sobre las solapas de la chaqueta. En aquel momento me imaginé que empujaba aquella prenda hasta que se deslizaba hacia atrás y caía al suelo después de superar el escollo de sus hombros y de salvar la curva de sus codos, y así yo accedía, ya mucho más despejado el camino, a los botones de la blusa. Imaginé que los desabrochaba poco a poco, con la parsimonia del que no tiene prisa y disfruta cada instante; que miraba cada centímetro descubierto de su piel, que me inclinaba a besar el surco entre sus pechos con el ansia y la devoción del peregrino sediento.

Días más tarde me atreví a soltar el cierre de la falda, a dejarla resbalar sobre sus muslos tensos. Llevaba unos zapatos negros de tacón, muy elegantes, que besé también antes de quitárselos, antes de iniciar un ascenso lento, húmedo y labial por sus piernas. Suponía una piel tersa, joven como ella, suave como cabritilla, que temblaría con cada roce de la mía, que se estremecería cuando la carrera de mi boca se acercara a la meta, a aquel triángulo gozoso y desnudo.

Llegó la primavera y ella cambió el traje de chaqueta por un vestido vaporoso estampado con flores y los zapatos cerrados por unas sandalias en las que una única tira conseguía el milagro de sujetar sus pies, blancos y perfectos. Aquella noche no imaginé que la desnudaba. Preferí pensar que la abrazaba con fuerza y esperaba a sentir sus brazos alrededor de mi cuello para deslizar mi mano por debajo de la tela, ascender hasta la cintura y, después de bajar lentamente la pendiente de sus nalgas, seguir el curso de la hendidura y alcanzar su hueco cálido y oculto; allí imaginé un vaivén de caricias que a veces se detenían para realizar una atrevida incursión al pozo cálido de su vientre. Sin detener nunca el afán de mi mano, esperé a que mis dedos se llenaran de su humedad, a escuchar sus jadeos (su aliento en mi cuello, su voz vibrando en mi piel). La sujeté cuando finalmente llegó al éxtasis, cuando, laxa y rendida, se desplomó gimiendo.

Después era ella la que me desabrochaba la camisa, la que soltaba el cinturón y tiraba hacia abajo de mis pantalones, la que dibujaba con la lengua la línea media de mi cuerpo hasta acabar arrodillada frente a mi carne obediente. Me imaginé hundido en aquella cueva de roja entrada, topando su fondo, y sospeché roces más fríos, caricias con dureza de vidrio, remolinos de vértigo alrededor de mi mástil. Imaginé avances y retrocesos, subidas y bajadas que me arrastrarían, de su mano y de su boca, hasta la rendición y el abandono.


Hoy he vuelto después de varias semanas de ausencia forzosa. La he buscado en el sitio de siempre pero ya no está. En su lugar, bajo las luces blancas del escaparate, un ridículo muñeco en dos dimensiones simula una figura femenina de la que cuelgan, como trapos, una blusa de estilo hippy y unos pantalones anchos.


Una ridícula peana hace innecesarios los zapatos y ni siquiera han tenido la decencia de pintarle unos ojos y una boca.

lunes, 4 de noviembre de 2013

VIEJAS GLORIAS

El 17 de mayo de 2009 moría, y nos dejaba un poco más huérfanos, Mario Benedetti. Cuando en el Tintero se propuso el tema "Viejas glorias", mi musa se acordó de él y de otros a los que amamos (en pasado y en presente) y le precedieron.







ESTAMOS EN LA GLORIA 


—¿Estás seguro, Julio? —preguntó el anciano de pelo canoso y ralo y mirada perdida.
—Tanto como seguro, maestro —dudó el hombre alto de mirada verde que tenía dificultad para pronunciar la erre—… Usted sabe tan bien como yo que acá es difícil enterarse de las cosas pero…
—Pues hay que asegurarse, compadre —empezó a decir el caballero obeso, pero no pudo seguir porque le dio un ataque de tos que le obligó a sacar un pequeño nebulizador del bolsillo y hacer una profunda inhalación.
—Tenés que cuidarte esos bronquios, Lezama —dijo el anciano. Le llamaban por su apellido, como a Donoso, el otro José del grupo, para no confundirlos—, esa tos sonó fatal…
—Ya lo hago, Jorge Luis, pero esta mala bicha del asma siempre me gana la mano.

El hombre alto de mirada verde se quedó quieto, ligeramente inclinado hacia adelante, esperando que alguno de sus dos interlocutores dijera algo que le permitiera entrar en acción.

—¿Avisaste a los demás? —quiso saber el anciano llamado Jorge Luis.
—No, maestro, vine derecho a contárselo a ustedes.
—Ah, bien… es prudente por tu parte… sobre todo si consideramos que no hay nada confirmado…
—Yo creo, Jorge Luis —dijo Lezama al tiempo que guardaba el inhalador—, que es muy probable que Julio entendiera bien, fíjate que hay rumores desde la semana pasada…
—Está bien, está bien —concedió el anciano de mirada perdida—, se lo diremos a los demás. ¿Alguien sabe dónde está Rómulo? Es a él a quien tendrías que estar contándole esto.
—Pensé que estaría con ustedes —dijo Julio.
—Estará en el cuarto de jugar, con ese trenecito eléctrico que le regalaron —sugirió Lezama.
—Contale a él antes que a nadie, Julio.
—De acuerdo, maestro.

El hombre alto que no podía pronunciar la erre salió de la biblioteca y, a grandes zancadas, recorrió el amplio pasillo hacia la puerta del fondo. Abrió con toda la energía de sus noventa kilos y dio un rápido vistazo a la estancia.

—Hay noticias, don Rómulo —anunció mirando fijamente al hombre que jugaba con el tren eléctrico.

Don Rómulo pulsó el interruptor y el tren se detuvo a la entrada del túnel. Se levantó pesadamente.

—¿Quién, Julio?


En el salón, los restantes miembros del Club de Viejas Glorias del Boom Hispanoamericano se entretenían en diversas actividades. Alejo, como siempre, escuchaba música con los ojos cerrados, hundido en un sillón de orejas; Guillermo hojeaba, por enésima vez, un álbum de viejas fotos de La Habana; Juan Carlos leía los poemas que, semanas atrás, le había llevado Idea Vilariño quien, a su vez, le miraba con arrobo; Adolfo se atusaba las cejas rebeldes, concentrado en la lectura de un libro en alemán; Manuel, haciendo honor a sus orígenes aristocráticos, tomaba el té en una taza de fina porcelana inglesa; Donoso, con un vaso de whisky en la mano, recordaba a los frailes dominicos de Valladolid que le habían invitado a dar una conferencia sobre su obra en el Instituto de Filosofía; Augusto, con ojos curiosos, estudiaba una antología de poesía guaraní y, por el rabillo del ojo, espiaba a Octavio que escribía, seguramente, un poema de amor. Sentado al piano, Miguel Ángel repasaba una partitura de Emulo Lipolidón.
Todos ellos volvieron la cabeza casi al mismo tiempo, hacia la puerta por la que entraban Julio, Lezama y el viejo don Rómulo sirviendo de cayado a Jorge.

—Compañeros —anunció don Rómulo con voz emocionada—: hay noticias.

Poco tiempo después, sobre la puerta de oscura madera que daba entrada al Club de las Viejas Glorias del Boom Hispanoamericano, colgaba una enorme pancarta de tejido blanco en la que, en grandes letras rojas, podía leerse:


¡BIENVENIDO, MARIO! 

viernes, 1 de noviembre de 2013

MARAVILLAS DE LA TÉCNICA

Muy adecuado para estas fechas, sobre todo por los recuerdos del asustado protagonista.





LA VOZ

Bernardo acababa de dejar la maleta en el suelo cuando la voz femenina sonó firme y gangosa y, al oírla, su cuerpo se tensó como la cuerda de un arco dispuesto a lanzar su flecha. Sobrecogido, pegó la espalda al panel que tenía detrás y apoyó las manos en él. Notó de inmediato los golpetazos de su corazón contra las costillas y, como si abriera una caja largo tiempo cerrada y recordara de pronto lo que contenía, reconoció la sensación. 

Era el mismo miedo, el mismo pánico que, en su infancia, le había inmovilizado mientras su amigo Joaquín les contaba el cuento del niño que olvidó comprar el hígado. “Como suponía que su madre le reñiría por haberse olvidado del encargo”, relató Joaquín a media docena de absortos amigos, anticipando con sus gestos la truculencia del final, “fue al cementerio, abrió la tumba de un hombre al que habían enterrado aquella mañana y le sacó el hígado”. Bernardo niño, que se sobrecogía con la sola idea de rondar el cementerio de noche, empezó a temblar en cuanto imaginó al protagonista del cuento sacando el hígado de un cadáver. Pero no acabó ahí el terror. Cuando el niño ladrón y su madre se disponían a acostarse, llamaron bruscamente a la puerta de su casa. A la consabida pregunta “¿Quién es?” contestaba alguien que, con voz de ultratumba, decía ir a recuperar la víscera que le habían robado. A continuación, Joaquín se recreó en el relato del avance del muerto redivivo. “Ay, mamita, mía, mía, ¿quién será?”, “Cállate, hijito mío, mío, que ya se irá” “Que no me voy, ¡que entrando por la puerta estoy!”. Y así, habitación por habitación, Joaquín los aterrorizó hasta que, en el momento culminante del relato, cuando el muerto abría la puerta de la habitación en la que el niño y su madre habían esperado, se abalanzó sobre ellos con un grito desgarrador: “¡Devuélveme mi hígado!”.

Inmóvil, sin atreverse casi a respirar, Bernardo giró lentamente los ojos en busca de un lugar en el que pudiera ocultarse la mujer que había hablado pero en aquella estancia de esquinas perfectas no había un solo lugar que pudiera servir de escondrijo. Sólo cuando su mirada llegó al espejo que estaba frente a él vislumbró que aquel era el único sitio del que podría provenir la voz que había escuchado. Tenía que estar allí, escondida detrás del cristal que le reflejaba y  que solo era espejo para él, porque para ella, al otro lado, era un ventanal transparente, lo sabía porque espejos así salían en todas las películas de policías.

Maldijo el momento en el que se había dejado convencer por su hija y había accedido a salir del pueblo para ir a visitarla. El ruido, el barullo, el jaleo de la ciudad no le gustaban. Se sentía incómodo pisando el asfalto, rodeado de casas cuyo tejado no alcanzaba a ver y respirando aquel aire denso y maloliente. Y, encima, aquella voz, que no sabía de dónde salía y que parecía estar a punto de decirle que le devolviera su hígado.

De pronto, el panel en el que se apoyaba cedió y, antes de que pudiera enderezarse, la voz sonó de nuevo.

“Octava planta, abriendo puertas”