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domingo, 28 de abril de 2013

AMORES RIDÍCULOS

Hay amores eternos que duran un invierno (más o menos así lo dijo el poeta) y amores de un momento que duran para siempre; hay amores medicina y amores veneno, amores al contado y amores a plazos, amores en propiedad o en alquiler...

Y hay amores ridículos.






Gran Circo de Moscu




AMOR EN EL CIRCO


El fuego y el amor son difíciles de ocultar. Y Thor no había podido esconder el suyo como no habría podido esconder un incendio en su carromato. Pese a que intentó con todas sus fuerzas disimular sus sentimientos, a las pocas semanas todo el mundo sabía que estaba enamorado. La vida del circo es eso: un espacio reducido en el que convive mucha gente. Mucha, sí, pero siempre la misma. Al cabo de un tiempo todo el mundo conoce a todo el mundo, todos saben de la vida de los demás y es muy difícil mantener un secreto. Y el suyo  había acabado en boca de todos porque había cosas que no podía evitar. No podía evitar, por ejemplo, que se le erizaran los pelos de la nuca cuando la veía, aunque fuera de lejos. No podía evitar, por ejemplo, mirarla con una mirada distinta, tan distinta que hasta Cloud, su compañera más despistada, la había notado.
—¡Thor! —le gruñó asombrada— ¡te la estás comiendo con los ojos!
Era verdad.
—No me lo explico —le había dicho Sun con voz ronca— Es orgullosa, dominante, autoritaria... tiene un carácter imposible. Y esas caderas tan anchas, esa piel —Sun se estremeció como si pensar en la piel de Karen le produjera un rechazo insuperable—... es ridículo, Thor.
  Pero él no podía evitarlo: todo su ser se trastornaba cuando Karen aparecía. Y, cuando no estaba presente, él languidecía, tumbado al sol entre las pacas de paja, soñando con el día en que su amor fuera más allá de las miradas y los suspiros. Con el tiempo, había conseguido soportar con paciencia los comentarios, despectivos a veces, de sus compañeros de pista, las chanzas de los malabaristas;  había aprendido a ignorar las bromas crueles de los payasos. Dormía mal y había perdido el apetito.
    Pensó que podía haberse fijado en cualquiera de sus compañeras de pista, ágiles, atléticas, de finas caderas y movimientos cadenciosos. La joven Rain, por ejemplo, que acababa de incorporarse al equipo. Era elástica y elegante, seguro que le bastaban unos pocos años de entrenamiento para convertirse en una de las estrellas del “Gran Circo de Hamburgo”. Podía haberse enamorado de ella y vivir un feliz idilio de veinticuatro horas diarias que le ayudara a soportar la nostalgia de su tierra. Pero no: se había enamorado de Karen.
 El chasquido del látigo al restallar contra el suelo le sacó de sus pensamientos y le devolvió a la realidad. Miró a Karen y vio la orden escrita en su mirada. Encaramado en el pequeño podio en forma de pirámide truncada, levantó los cuartos traseros, se tensó y se preparó para el salto felinamente majestuoso que atravesaría el círculo de fuego que ardía ante sus ojos.
Una décima de segundo antes de saltar pensó fugazmente que quizá sus compañeros tuvieran razón: es ridículo que un león se enamore de su domadora.


miércoles, 24 de abril de 2013

OTRA CLASE DE JUSTICIA

Ya que no soy Dios y no puedo administrar justicia divina, empleo la que está a mi alcance: la justicia poética.









LAS VOCES DE LOS MUERTOS

Desde que huí hacia el norte, hacia las orillas del Báltico, desde la primera noche que pasé en los calabozos de los aliados, ellos empezaron a hablarme.
Al principio sus voces fueron solo un ligero rumor que sonaba lejano en mi cabeza, a duras penas conseguía entender lo que decían aunque distinguía algunas palabras, a veces era confuso porque algunos no hablaban en alemán, pero, poco a poco, sus voces se fueron acercando, los sonidos se concretaron  y empecé a comprender. Eran voces de rostros difusos, cabezas cubiertas con gorras y pañuelos, cuerpos encogidos envueltos en mantas raídas o viejos abrigos, y me hablaban, todos ellos me hablaban sin cesar, de las casas que habían abandonado, de los negocios que habían tenido que cerrar, de su rabino y de su sinagoga, de su barrio, del hijo del que los habían separado, de la anciana muerta en el tren que los llevaba al campo de trabajo, del viaje en medio de la noche, de la angustia de la incertidumbre, del frío de los barracones, del hambre, del miedo… Y no callaban.
No sirvió de nada que mis captores se tragaran la mentira de mi nombre falso y me dejaran en libertad ni tampoco los ocho meses de trabajo en la granja. Había conseguido ponerme en contacto con mi esposa pero la esperanza de reunirme con mi familia se diluía en el coro de voces que no me había abandonado, que ganaba fuerza y potencia con el tiempo, como el arroyo que acaba convirtiéndose en río caudaloso. No gritaban, no chillaban, era un sonido monocorde, monótono, sin matices, pero el ruido crecía en intensidad, como en una taberna atestada de gente en la fiesta de Octubre, y llenaba mi cabeza vaciándola de cualquier sensación o pensamiento. Me aturdía durante el día hasta hacerme perder la noción de la realidad y me hacía enloquecer al ahuyentar el sueño durante la noche.
Yo no sentía piedad por ellos ni lástima. Tampoco, por supuesto,  remordimientos. Yo me había limitado a cumplir con mi deber, como todo buen militar, yo solo había obedecido órdenes y procurado hacer mi trabajo lo mejor posible.
Maldije la mala suerte que hizo que la ampolla de veneno se rompiera justo dos días antes de que los ingleses me encontraran. Pensaba que, de haberla tenido, me habría ahorrado no la prisión ni los interrogatorios ni los juicios, eventualidades que, para un militar bien entrenado, eran relativamente fáciles de soportar, sino trece meses de continuo suplicio; pensaba que, con el veneno, acabaría el tormento de no dejar de oír sus voces hablándome cada segundo, cada minuto, cada hora, día y noche.
Dicen que acepté mi condena a muerte con indiferencia, la misma con la que llegué al patíbulo en el que me ahorcaron. En realidad, me alegré cuando el tribunal de Cracovia puso plazo a mi sufrimiento: la idea de morir no me espantó, por el contrario, fue un alivio para mi mente atormentada, porque estaba seguro de que la muerte acabaría con ellos, con sus voces, con su continuo retumbar dentro de mi cabeza, y yo podría, por fin, descansar.

Pero me equivocaba. Aun aquí, en medio de la inmensa soledad de una nada tenebrosa, aún ahora, sesenta y cinco años más tarde, me siguen hablando.


domingo, 21 de abril de 2013

SANTA VICHOFF DE LAS COMAS

Esther R. ha dejado esto como comentario en "Comatosa" pero no puedo dejar de ponerlo aquí porque si no casi nadie lo vería y, la verdad, sería una pena. La muy fiera lo perpetró en diez minutos, un día en que, en un extinto foro de Terra, andábamos discutiendo sobre la corrección ortográfica, la moñez como trampa argumental, la frescura literaria y otros temas de igual trascendencia. El opúsculo tiene varios años de antigüedad lo cual refuerza la hipótesis de que lo mio por las comas me viene de atrás.

Disfrutad.






1: Santa Vichoff de las Comas

que habitas en el Tintero,

a la derecha de Joyce,

a la izquierda de Panero.



Tú que acoges en tu manto

El diccionario de Dudas

El María Moliner,

Y la Gramática Pura,



Ilumina a estos tus siervos

Pa escribir con compostura

(rezamos a George Sand

por la cosa la frescura)



Oh, santita sin igual

Enséñanos el camino para saber puntual!



2: Tú que dictas los misterios

De sujeto y predicado

Cuida no los separemos

Con la coma del pecado.



Tú que sabes diferencias

De genitivo y dativo,

Cuida no los confundamos

Y caigamos en laísmo



Tú que sacas y proteges

punto y coma de la Nada

Cuida pa que lo metamos

Entre las subordinadas.



Oh, santita sin igual

Enséñanos el camino para saber puntual!



3: Líbranos señora nuestra

Del espontáneo y la brisa

No sea que nos muramos

De un catarro o unas risas.



Líbranos del sentimiento

Onque la noche sea fría

Pa no caer, por soledad,

En lo del Comando Almíbar.



Y si por un devenir

Herramos en el camino

perdona nuestras ofensas

¡A la sombra de los pinos!




Copyright Esther R.

GLASS TUNEL

Es una idea tan antigua como mi conciencia. Al principio fue una especie de reflexión (así aparece en Las cosas de la caja, un libro digital al alcance de todo el mundo) y más tarde se convirtió en relato para el Tintero, en cuya antología (página principal del blog, a la derecha) figura.








TÚNEL DE CRISTAL


El rumor de la letanía la siguió pasillo adelante, cadencioso, monótono, pero se fue debilitando con cada uno de sus pasos y cuando María llegó a la puerta del dormitorio de sus padres era poco más que un murmullo casi inaudible.

―Mater amabilis —decía lejana la tía Antonia.
―Ora pro nobis —contestaban los demás.

El día anterior, el tío Cosme había ido a buscarla a la salida de la escuela y la había llevado a casa de la tata Damiana. Luego se había marchado, con la cabeza gacha y con mucha prisa, sin dar ninguna explicación de aquella alteración de la rutina. La tata le había dicho que comería con ellos y que por la tarde irían a recogerla. El tío y la tata estaban raros, hablaban en voz baja, se limpiaban los ojos con un pañuelo y evitaban mirarla de frente. Supo que algo pasaba cuando, entre dos cucharadas le sopa, le preguntó a la tata si su padre iría a buscarla y la tata no pudo reprimir un sollozo mientras le decía que no, que iría algún primo o alguna tía pero que su padre no.

Fue el tío Fernando el que acudió, casi a la hora de la merienda. Él también estaba serio y no sabía hacia dónde mirar. Le dio las gracias a la tata y a ella le dijo que se abrigara, que se había levantado un viento muy frío. La cogió de la mano y salieron a la calle y durante todo el camino el tío Fernando estuvo callado y, aunque ella le preguntó varias veces si pasaba algo, él no quiso contestarle. Al llegar a casa, el tío, sin quitarle el abrigo ni el gorro, la llevó derecha al salón, ella vio el túmulo cubierto con la tela negra pero antes de que alcanzara a ver lo que había dentro de la caja que había encima, llegó su madre y la abrazó muy fuerte mientras lloraba y repetía:

―Hija mía, hija mía…

Entonces supo, sin necesidad de mirar, que era su padre el que estaba en la caja, y comprendió el alcance de una frase del tío Damián que había pillado al vuelo cuando hablaba con la tata:

―… ha volcado con el tractor…
―Virgo veneranda —sonó a lo lejos la voz grave de la tía Antonia.
―Ora pro nobis.

Entró en el dormitorio y fue derecha al armario. La tía Luisa le había pedido que buscara una toquilla para su madre y ella sabía que las guardaba allí, en el segundo cajón. Abrió las puertas de par en par y las dejó en ángulo recto, como hacía siempre, para dejar enfrentados los espejos que tenían por dentro, porque le gustaba ver aquellos túneles que formaban las imágenes reflejadas, una detrás de otra hasta donde alcanzaba su vista, siempre había jugado a imaginar a dónde llevarían.

—Papá —había preguntado una tarde, poco después de hacer el descubrimiento—, si yo pudiera pasar a través del espejo, ¿qué encontraría?
—Seguramente, cariño —había contestado su padre acariciándole la cabeza—, una habitación como ésta.
—¿Cómo ésta? ¿Igual, igual?
—Ah, eso ya no lo sé. Otro día entramos y lo vemos pero ahora tenemos que irnos que nos llama tu madre.

Se giró hasta verse reflejada en el espejo de la derecha y le pareció ver a su padre detrás de ella diciéndole que algún día entrarían en el otro dormitorio, en el primero de aquella sucesión que se extendía hasta el infinito. Oyó la voz de la tía Angelita acercándose por el pasillo.

―María, hija, ¿no encuentras la toquilla?

Y, casi sin pensarlo, cerró los ojos con fuerza. Agarró la puerta del armario, apretó más aún los párpados y dio un paso al frente.

Aguantó la respiración unos segundos y luego soltó despacio el aire mientras abría lentamente los ojos. Era una habitación como la otra, sí, y ella estaba de pie entre las puertas abiertas del armario, su figura multiplicada, cada vez más pequeña, hasta perderse en el horizonte borroso del cristal. Abrió el segundo cajón pero no vio la toquilla que buscaba y, cuando iba a mirar en el primero, por si su madre la hubiera guardado allí, se abrió de golpe la puerta de la habitación.

—María, hija, no te entretengas que nos llama tu madre.

Cerró el armario, sonrió y agarró con fuerza la mano que su padre le tendía.

jueves, 18 de abril de 2013

EL CRIMEN DE LA BIBLIOTECA

Ahora que lo releo... creo que este relato es realmente un cuento de hadas.





LA PROTAGONISTA INVOLUNTARIA


María cerró la puerta despacio, respiró hondo, aliviada, y se sacó los zapatos allí mismo, a la entrada de la casa, apoyándose en la vieja estantería. Avanzó pasillo adelante, con pasos torpes, mientras dejaba rastros por el camino. El abrigo en una silla, la bufanda en otra, el bolso en uno de los pomos del perchero. Cuando llegó a la cocina miró hacia la pila de platos sucios pero no la vio, tampoco vio las dos bolsas de basura que esperaban en un rincón. En el frigorífico encontró una manzana todavía en buen estado, la tomó con desgana y se dirigió al salón, mirándola como si buscara el lugar adecuado para empezar a morderla. Se tiró en el sofá, le dio el primer mordisco y cerró los ojos para olvidarse de los guantes de goma, del olor del amoníaco, de los cientos de metros cuadrados de oficinas que había limpiado desde las cinco de la mañana; de las montañas de ropa que había planchado en la tintorería.

Aquella noche, ya lo había decidido, sería Laura, la protagonista.

No sabía cómo le había ocurrido, a ella, precisamente, que no había podido terminar la secundaria, que pasaba doce horas de sus días trabajando y las otras doce intentando reponerse del cansancio, que a lo largo de su vida no había leído más que media docena de novelitas policíacas. Pero una noche llegó a casa y al tumbarse en el sofá ocurrió. Fue como una revelación, como un relámpago en su mente agotada: sería el señor González, un hombre culto, de brillante carrera, encargado de la biblioteca en la que había aparecido el cadáver de una mujer. Como responsable de la institución, tuvo que atender a la Policía y ayudar en sus pesquisas, explicar la rutina diaria, enseñar las entradas y salidas del edificio, informar sobre los horarios y los trabajadores a su cargo.

La despertó el estrépito del camión de la basura. Frente a sus ojos abiertos, la lámpara del techo rompía la oscuridad de las cuatro de la mañana, hora de levantarse.

A la noche siguiente, también tumbada en el sofá, también con los ojos cerrados, fue el Inspector Castro, un joven con el ascenso recién estrenado, atractivo y educado, riguroso en su trabajo, deseoso de mostrar a todo el mundo sus habilidades investigadoras, y luego fue el señor Sánchez, flaco y un tanto desgarbado, un hombre que a veces llevaba barba y a veces no, un asiduo de la biblioteca que pasaba allí horas y horas consultando un libro tras otro y escribiendo no se sabía qué en un cuaderno de tapas negras. Con el tiempo, el señor González y él habían trabado una cierta amistad y solían ir a tomar café al bar de enfrente.

Luego tuvo un catarro muy fuerte y estuvo varias noches sin poder ser nadie porque el anticatarral que le había recetado el médico llevaba un componente que le daba mucho sueño y se había quedado dormida nada más tumbarse en el sofá, sin que le hubiera dado tiempo a quitarse la ropa, a empezar a soñar. Pero en cuanto se recuperó volvieron sus personajes y fue, sucesivamente, el anticuario que había sido la última persona que había visto con vida a la mujer asesinada, la anciana aristócrata en cuya casa la fallecida llevaba trabajando como secretaria varios años, un antiguo novio de la muerta que había marchado a París a trabajar en un museo y había vuelto hacía pocas semanas sin que se supiera exactamente el motivo de su regreso, el párroco de la iglesia a la que la mujer acudía todos los domingos a oír Misa de doce.

Pero aquella noche iba a ser Laura, la ayudante del señor González, una joven que era todo lo que ella no había podido ser. Universitaria, inteligente, bonita, tan seria y tan elegante con sus trajes de chaqueta y sus blusas blancas cuando iba a trabajar y tan moderna con sus vaqueros y sus camisetas en el fin de semana. Laura era muy lista y había hablado mucho con el señor González a raíz de la aparición del cadáver en el pasillo de “Historia del Arte”, y luego también había conseguido que el inspector Castro, que no había podido resistirse a su habilidad y a sus encantos, le revelara algunos detalles de la investigación. A Laura había empezado a gustarle el inspector Castro y, tal vez por eso, había decidido ir a verle a su comisaría para contarle las conclusiones a las que había llegado por su cuenta.


A pocas calles de distancia del sofá de María, el escritor clicó en la tecla “Cerrar”, clicó en “Sí” cuando la pantalla le preguntó si quería guardar los cambios efectuados en “Misterio en la biblioteca” y decidió que al día siguiente terminaría la novela. Gracias a Laura, la ayudante de la biblioteca, el crimen se resolvería de forma espectacular y sorprendente. Aún no tenía decidido el final pero, probablemente, acabaría mandando a Laura a pasar el fin de semana a algún lugar tranquilo en compañía del inspector que había llevado el caso. También pensó que, tal vez, si el primer libro se vendía bien, podría escribir una segunda parte y continuar con las aventuras del inspector Castro, siempre ayudado por Laura, su sagaz esposa.


Cuando María abrió los ojos, no escuchó el estrépito del camión de la basura ni vio la lámpara del techo rompiendo la oscuridad de las cuatro de la mañana, no llevaba puesta la ropa de trabajo sino un elegante traje de chaqueta azul y, a la luz del medio día que entraba por un ventanal, escuchaba sonriente al policía que, con voz grave, en el mostrador de recepción de la comisaría, le estaba diciendo que avisaría al inspector Castro de su llegada.

lunes, 15 de abril de 2013

UN MUNDO FELIZ

Un mundo feliz. ¿Quién no ha soñado con eso?




ARCADIA

El comisario Hunter recorrió con pasos largos y potentes los pasillos que llevaban desde la entrada del Ministerio de Bienestar y Felicidad Civil hasta su despacho. Abrió la puerta con un ímpetu exagerado, colocó el portafolios sobre la mesa con un golpe seco y encendió el ordenador. Luego se quitó el abrigo, se lo lanzó al perchero y se dejó caer en la silla.
Su secretaria entró casi detrás de él con una taza de café que depositó cuidadosamente sobre la mesa. Musitó un “Buenos días, comisario” y salió inmediatamente.
Hunter la miró comprensivo: ella conocía perfectamente los síntomas y sabía que en mañanas que empezaban como aquella era mejor dejarle solo. Tecleó la contraseña de su sesión en el Departamento de Orden Social mientras pensaba que tal vez no había sido buena idea saltarse los ejercicios matutinos recomendados por la Dirección General de Salud Psicosomática. De haberlos hecho, tal vez habría evitado la rabia que en aquellos momentos le subía desde el estómago como una marea negra de pensamientos negativos. No era la mejor manera de encarar el trabajo que le esperaba, desde luego. Al final tendría que hacer caso de la sugerencia de sus superiores y decidirse a empezar un tratamiento con el Asesor Mental. La rabia, la frustración, la indignación, el desencanto, el descontento, la insatisfacción, no existían en Arcadia, no podían existir en Arcadia.
Cabía la posibilidad de que algo hubiera fallado en alguno de sus Ciclos de Condicionamiento Infantil. Era la única causa a la que Hunter podía atribuir que una persona como él sufriera de vez en cuando un acceso de ira como el que le paralizaba en aquellos momentos.
Porque él era, sin duda alguna, un hombre feliz, conforme, equilibrado, satisfecho de los logros de la sociedad de la que formaba parte. Una sociedad que había conseguido lo que parecía imposible pocas décadas antes: el bienestar absoluto de los ciudadanos, la convivencia en armonía, la felicidad en todo y para todos, la ausencia casi total de conflictos.
“Casi”. Ésa era la maldita cuestión. Porque, incluso en un sistema sin fisuras como Arcadia, no faltaban los elementos desestabilizadores, los insatisfechos, los disconformes. Y era eso lo que le inquietaba, lo que llegaba incluso a enfurecerle, lo que hacía que, en mañanas como aquella, su trabajo le pareciera una tarea insoportable: que aún hubiera gente incapaz de comprender la grandeza de la sociedad en la que les había tocado vivir, de valorar la inmensa suerte que tenían. Le indignaba la ceguera de ciertos individuos, incapaces de reconocer lo evidente: que Arcadia era el paraíso en la Tierra, el Estado Ideal que la humanidad siempre había soñado.
Clicó en su carpeta de tareas y comprobó que ningún milagro administrativo había borrado la primera de ellas: J. K. L., mayor de edad, soltero, estudiante. Los servicios de Seguridad Civil lo habían vigilado durante meses y el informe que habían elaborado no dejaba lugar a dudas: era un tipo peligroso. A Hunter le repugnaba lo que tenía que hacer con él pero tenía que hacerlo. Detenerlo, iniciar un largo programa de recondicionamiento en la unidad de psicoterapia de un hospital estatal y, si el programa fracasaba (lo cual era cada vez más frecuente), recluirlo para siempre en una institución para incurables.
La foto mostraba un individuo inofensivo en apariencia pero Hunter no se iba a dejar engañar por su aire soñador ni por su gesto pacífico. Él mejor que nadie conocía el peligro que se escondía tras el pelo descuidado, tras el piercing en la oreja; nadie mejor que él sabía cuánto daño podía hacer a la perfecta sociedad de Arcadia un sujeto capaz de pasearse retadoramente por las calles de la ciudad con una libreta y un bolígrafo en la mano.

viernes, 12 de abril de 2013

LA PLAGA

¿Ficción científica? 
(Un 98,4 de ADN en común)







Pan troglodytes

Solo la luz de la luna rompía la oscuridad que reinaba a su alrededor. Pero el traslado al nuevo lugar, en el que ya podían observar el paso de los días y las noches, llegaba un poco tarde: hacía mucho que habían dejado de contar el tiempo que llevaban encerrados.
Desde la humedad de su rincón, Horn observó a su compañero y, una vez más, sintió la angustia que le producía comprobar su deterioro.
Una tarde, cuando exploraban los alrededores del asentamiento, habían caído en una de las muchas trampas que el Enemigo tendía alrededor de su territorio y, desde que los habían capturado, la salud de Tar no había hecho más que debilitarse. Tiritaba constantemente, tosía con frecuencia y siempre estaba cansado; su piel tenía un tono ceniciento, había perdido gran parte de su pelo y los ojos se le hundían en las órbitas como si huyeran de una realidad imposible de soportar. Tampoco tenía apetito y Horn empleaba toda su paciencia y todo su poder de convicción en conseguir que aceptara algo de comida. Al final, Tar cedía de mala gana: masticar un simple plátano le llevaba varios minutos y, por la fatiga que mostraba, debía de costarle un gran esfuerzo.
Horn sentía su ánimo desfallecer cuando veía al Jefe en aquel estado que, ese era su miedo, presagiaba la muerte. Tar había sido el más fuerte y vigoroso del Clan, había vencido a todos sus oponentes y había demostrado que era el más adecuado para dirigirlos. Ostentaba la jefatura desde hacía muchas estaciones, tantas que Horn no recordaba al Clan bajo el mando de otro, pero su juventud había pasado hacía tiempo y el cautiverio no había hecho más que precipitar su decadencia.
Y ahora estaba allí, delgado y débil, respirando fatigosamente, acurrucado al otro extremo de la jaula como una criatura asustada. Horn lo miró una vez más y se estremeció al imaginar lo que sería su existencia cuando Tar le abandonara. Habían sobrevivido hasta entonces apoyándose el uno en el otro en los momentos en que la desesperación los acosaba, pero él no se sentía con fuerzas para resistir en solitario.
Tar se estremeció ligeramente, abrió los ojos y le buscó con la mirada. Horn se incorporó y se acercó a él.
—¿Estás bien? ¿Te traigo un poco de agua?
Tar negó con la cabeza y le miró con la pena y la resignación de un moribundo.
—¿Recuerdas la profecía, Horn? —dijo en un susurro.
—Claro que la recuerdo, Jefe.
Los ojos de Tar se volvieron hacia un vacío que sólo él podía ver.
—“De los nuestros, de nuestra estirpe —empezó a recitar con voz dolorida—, de nuestra sangre, nacerá el que se ponga en pie y levante los brazos al cielo. Su pecado será la soberbia y sus hijos, los hijos de sus hijos y todos  sus descendientes, serán la plaga que acabe con el mundo y con la vida”.
Los párpados arrugados de Tar se cerraron, su cuerpo se relajó y en su rostro se dibujó el alivio del que por fin ha encontrado el descanso.
Horn lo miró unos segundos. Luego se movió hacia la ventana por la que entraba la luz de la luna, levantó la cabeza y descargó todo su dolor en un aullido.

Por el pasillo central del Departamento de Investigación Animal, con su bata blanca y su cuaderno de notas, el doctor Reynolds se acercaba al laboratorio de experimentación con primates. El equipo estaba muy preocupado por el estado de uno de los chimpancés.

miércoles, 10 de abril de 2013

EL HOMBRE Y LA MOMIA



Lo pongo para Pedro de Andrés, que la va la cosa egipcia.







LA MUJER DE SAKKARAH

Va a ser la estrella del Museo Provincial durante los próximos meses. Un generoso préstamo del Arqueológico de la ciudad de M. que permitirá a los ciudadanos disfrutar de su presencia silenciosa y acartonada durante trescientos días con sus noches. Una suerte para la ciudad, fría, oscura y provinciana, en la que, desde la Guerra Civil,  no ha pasado nada digno de mención, nada que lleve su nombre a las portadas de los periódicos o a las cabeceras de los telediarios.

El hombre aparece cuando faltan veinte días para que la momia vuelva a su lugar de reposo habitual. Al principio nadie se fija en él pero, al ver que su visita se repite día tras día a la misma hora, al ver que cada tarde se sienta frente al sarcófago abierto y pasa dos o tres horas inmóvil con la vista fija en la cabeza de la mujer de Sakkarah, el guardián de la sala empieza a inquietarse. Decide no perder de vista al hombre, vigilarle. Bien podría tratarse de un ladrón, que esperara el momento propicio para hacerse con alguna de las piezas del museo, o, peor aún, de un loco que aprovechara un fallo en la vigilancia para lanzarse sobre la momia y hacerla añicos, todo el mundo recuerda lo que pasó con la Pietà. Le cuenta lo que pasa al guardián de la sala vecina y acuerdan no decir nada, para no crear una alarma innecesaria,  pero no descuidarse ni un segundo.

Diez días, doce, quince... Nada ocurre. El hombre llega cada tarde, se sienta en el mismo banco, se inclina hacia adelante y apoya la cara en las manos. Está tan quieto como la momia de la que no aparta la mirada. A veces, piensa el guardián, parece tan muerto como ella. Ningún movimiento sospechoso, ningún indicio de arma bajo su chaqueta de pana. Qué pensará tantas horas, se pregunta.

El plazo del préstamo expira y la señora de Sakkarah regresa al Museo Arqueológico de M. El hombre no vuelve a aparecer por el Museo Provincial, la vida continúa con la rutina de siempre y el guardián y su compañero respiran aliviados.

Pero, días más tarde, les sorprende la foto del visitante en la portada del periódico regional. “El asesino de la pared”, rezan los titulares. El hombre se ha entregado a la Policía y ha confesado su crimen. En el registro de su domicilio no hay más hallazgos que un tabique medio derribado y, tras él, el cadáver casi momificado de una mujer. Todo parece indicar que el cadáver es el de su suegra, desaparecida veinte años atrás en circunstancias que no llegaron a aclararse.

“Se parecía tanto a ella —había declarado el hombre—... Los mismos huesos afilados, el mismo pelo de estropajo, la misma cara de bruja... Creí que me la habían robado”.

domingo, 7 de abril de 2013

OBSESIÓN

Cualquiera que me haya tratado durante algún tiempo sabe que lo mío por la corrección ortográfica en general (y por las comas en particular) es auténtica obsesión.
En espera de mejores tiempo para la lírica, me sigo negando a pensar que tal cosa es un defecto pero, en todo caso, nunca está de más reírse de uno mismo, ejercicio muy saludable recomendado por terapeutas y gurús de la autoayuda.

No puedo dejar de agradecer la idea a la musa que estaba de guardia a las 21.00 del miércoles pasado: Ana (aka Nucky). El mérito es suyo.






COMATOSA

Supongo que una obsesión como la mía no es algo que aparezca de pronto, de la noche a la mañana, algo que se manifieste de forma explosiva como la infección producida por un virus muy agresivo. Pienso que más bien tiene que ser algo antiguo (tal vez congénito), cocinado a fuego lento durante toda una vida, alimentado con mimo a lo largo de los años. O tal vez sea un problema de educación, un desarrollo en el que lo exquisito era costumbre y, de la misma manera que un paladar habituado a deliciosos caldos de crianza y gran reserva no soporta un vino envasado en tetrabrik, mis ojos, habituados a lecturas en las que la corrección era conditio sine qua non, es decir, el mínimo exigible, se abrían como platos soperos cuando se posaban en textos en los que los signos de puntuación parecían haber sido arrojados como quien salpica con sal Maldon un solomillo al punto: sin importar demasiado dónde caigan.
Sobre todo las comas.
En realidad no eran solo las comas. Eran también los puntos, los puntos y aparte, los suspensivos, los signos de interrogación y exclamación, las comillas, los guiones... Y, por supuesto, los errores sintácticos o gramaticales. Incluso los estilísticos. Pero las comas tenían esa inmediatez en la lectura, ese impacto primero que, precisamente por ser el primero, era el más agresivo.
Al principio, cuando veía una coma mal puesta, mi reacción se limitaba a la lógica expresión de asombro unida a la incredulidad de que semejante falta hubiera conseguido pasar los filtros ortográficos del autor pero, a medida que aumentaba el número de hallazgos, aumentaba mi intolerancia. Lo que empezó siendo, como ya digo, un abrir los ojos y un enarcar las cejas, acabó en despotriques, aspavientos y maldiciones proferidas en voz alta.
Mi salud empezó a resentirse, pues cada ataque de indignación gramatical desencadenaba todo un cortejo de alteraciones somáticas: hipertensión, taquicardia, hiperglucemia, sudoración, vasoconstricción, cefaleas, visión borrosa y urticaria. Incluso llegué a tener un ataque de caspa.
Hasta que un día pasó lo que tenía que pasar. En la segunda página de un libro que, a todas luces, había sido escrito o corregido por malhechores sin escrúpulos gramaticales, mis arterias cerebrales no resistieron la presión y me dio un meningismo ortográfico que me dejó seca en el sillón: inconsciente, convulsa y con los ojos en blanco. Aunque los servicios de urgencia llegaron de inmediato, no pudieron hacer mucho por mí.

Y aquí estoy, tirada en la cama del hospital, llena de tubos que me alimentan y mantienen mi equilibrio electrolítico y de cables que controlan mis funciones vitales, en coma (¡coma!) profundo desde hace dos meses.
Los médicos dicen que ni siento ni padezco ni me entero, pero eso no es cierto. Escucho todo lo que dicen sobre mi evolución y sobre las causas que desencadenaron el proceso que me ha dejado en este estado. Y, en cuanto se van, en la pantalla de mis ojos cerrados aparecen un sinfín de comas, de puntos, de comillas, de interrogaciones y de exclamaciones que ejecutan preciosas coreografías con la música de Macarena.
Algunas veces los acompaña una metáfora.

jueves, 4 de abril de 2013

NOUVELLE CUISINE

Supongo que en esto, como en todo, la virtud está en el punto medio. Quiero decir que la sublime exquisitez del sabu-sabu de hígado de rape con linquat de sésamo de "El bulli" no debe impedir que los huevos fritos con chorizo y pimientos nos hagan estremecer de placer, que hay un momento para cada cosa y que de gustibus non est disputandum.

Y el relato, como siempre, sine animo molestandi.








EL SECRETO DEL CHEF

Desde el día de su inauguración, La sartén por el mango no hizo más que crecer y progresar. Lo que había empezado siendo un pequeño y coqueto restaurante de cocina tradicional, abierto sin más pretensión que la de dar de comer a unos cuantos amigos, se convirtió, al cabo de los años, en lugar de visita obligada. Nadie que pretendiera ser “connaiseur” de las delicias culinarias del país podía llamarse tal si no había probado el “Potaje al estilo de la abuela”, la “Alubiada montaraz”, las “Lentejas del pueblo llano” o el “Estofado de buey a las cuatro hierbas del campo”, entre otras delicias heredadas de los fogones más antiguos.
Cuando empezaron a soplar los vientos de la revolución culinaria, hubo quien le preguntó a Claudio, fundador de la casa, cocinero y factotum, si los nuevos aires cambiarían el rumbo de su nave gastronómica, si él también iba a ceder al impulso de las nuevas corrientes. A lo que Claudio, rotundo y convencido, contestó:
—¿Para qué? Si cuando Paul Bocusse vino a España le dieron patatas a la riojana, se comió tres platos y no quiso nada más. Todo eso de la nueva cocina no son más que tonterías de ociosos, ni ellos mismos se lo creen.

Ocurrió que un buen día alguien llamó a La sartén por el mango pidiendo una reserva para el almuerzo “discreto y privado” de la más alta autoridad del país, que acudiría al local con parte de su familia. Claudio, emocionado hasta la tartamudez, consiguió preguntar por las preferencias de los comensales. Le respondieron que no había problema en ese sentido, que eran gente sencilla y comerían platos de la carta aunque, eso sí, no debía faltar un buen paté, delikatesse por la que el patriarca tenía auténtica debilidad. Claudio se estremeció al oír la petición: en su local, jamás de los jamases había entrado nada que pudiera recordar, ni de lejos, a las frivolidades perpetradas allende los Pirineos. Ni un paté, ni un foie ni un volován ni una mousse ni nada que se pareciera ni nada cuyo nombre se pronunciara poniendo morritos. Pero aquella era una ocasión única en su vida, seguramente no volvería a presentarse y no podía echarla a perder por un quítame allá ese paté. No solo no tenía existencias, tampoco tenía la más remota idea de cómo se hacía un paté. Pero era un hombre de recursos, se las arreglaría para salir airoso de aquel inesperado compromiso. ¿Querían paté? Tendrían paté.

Desde aquel día, el paté de La sartén por el mango entró en la leyenda del local, haciendo compañía a lentejas, habichuelas y garbanzos. Servido con guarnición de cebolla caramelizada y salsa de frambuesa (sugerencias de la hija de Claudio, ayudante de su padre en la cocina y más tolerante que él con las novedades culinarias), hizo las delicias del egregio comensal y su familia y pronto la fama de su textura delicadísima y de su sabor, que sugería carnes exquisitas, vinos olorosos y especias exóticas, alcanzó y sobrepasó a los de sus más fieros competidores en el campo de las delicias que pueden disfrutarse con la ropa puesta.
A pesar de la insistencia de amigos, familiares, clientes y prensa especializada, Claudio jamás reveló el secreto de los ingredientes y de la elaboración de aquel paté que había llevado a La sartén por el mango a la cumbre gastronómica del país. Nadie consiguió de él ni la más mínima información acerca de sus ingredientes o de la forma de elaborarlo. Con el tiempo, se hicieron a la idea de que el paté de La sartén por el mango era un secreto que Claudio se llevaría a la tumba.
Pero, mientras llega ese momento, cuando las existencias de paté están a punto de agotarse, Claudio simplemente entra en Internet, abre la página de “Chef Cat” y encarga una caja de veinticuatro latas grandes.

martes, 2 de abril de 2013

FOREVER YOUNG

Hay quien dice que la eternidad tiene que ser muy aburrida.






LA FUENTE DE LA ETERNA JUVENTUD

 

El autobús, de color verde intenso con letreros y pinceladas en amarillo, descendía lentamente por la carretera llena de curvas como un enorme coleóptero que fuera a buscar alimento al fondo del valle. Tras las primeras lluvias del otoño, las laderas de la montaña rezumaban agua y los árboles, espesos y brillantes, oscurecían la ruta.
Cuando, después de varios kilómetros de carretera abierta al abismo y decenas de virajes, se detuvo en la plaza del pueblo, el grupo multicolor de jubilados desembarcó junto a la fuente y, como un rebaño congregado por su pastor, se aglutinó en torno al guía. De un rápido vistazo, el guía se aseguró de que la grey estaba completa y de que no había ninguna baja por mareo o tropiezo en las empinadas escalerillas del autocar. Entonces dio un par de palmadas en el aire para reclamar la atención de los excursionistas y comenzó su discurso.
—No es ésta la fuente que venimos a buscar —explicó con una sonrisa al ver que algunos de los jubilados ya habían sacado termos y cantimploras—. Está un poco más arriba, junto a la ermita, y tendremos que caminar casi un kilómetro hasta llegar a ella. Pero no se preocupen porque el trayecto será ameno: de camino visitaremos un lagar del siglo XVIII, una tahona típica y un taller de alfarería y escultura.
Los jubilados habían cerrado filas poco a poco y ya formaban un grupo compacto y atento a las explicaciones.
—Cuando lleguemos—continuó—, visitaremos primero la ermita, que está dedicada a San Roque. Está situada en lo alto de una pequeña loma desde la que hay una magnífica vista del pueblo y de sus alrededores. Luego llegaremos hasta la fuente, que se encuentra al pie de la loma, en un paraje de gran belleza. Como ya saben, su fama se debe a los rumores que corren acerca de las propiedades del agua que mana de ella. Se dice que quien la bebe —hizo una pausa para asegurarse de que todos estaban atentos— ... será eternamente joven.
Una sonrisa colectiva se dibujó en los rostros de los jubilados.
—Si les parece... vamos hacia allá.
El guía dio la espalda al grupo y se encaminó hacia una de las empinadas callejas que desembocaban en la plaza. El grupo se puso en marcha tras él como un equipo de disciplinados escolares.



—¿Ya se han ido? —pregunta el hombre al joven que acaba de entrar en la sala. El anciano está sentado en una mecedora, junto a una mesa camilla, al lado de la ventana.
—Ya se han ido, padre.
—¿Eran muchos?
—Unos veinte.
—¿Y las ventas?
—No ha estado mal. Unas cuantas vasijas, varios cuencos y un par de jarras.
Lentamente, como si su cuerpo le pesara más de lo habitual, el hombre se levanta y se dirige hacia la chimenea arrastrando los pies. Aún quedan brasas. Sobre la repisa, el busto de una mujer joven, peinada con primor y engalanada con hermosas joyas, parece recoger en la gravedad de su piedra el calor de los restos del fuego. El hombre alarga la mano hasta rozar la mejilla de la estatua.
—Iliana —murmura. Deja resbalar los dedos rozando las cuentas del collar. Luego se vuelve hacia su hijo— ... Nunca te agradeceré bastante que hicieras su busto, Adonio. No sabes cómo me ha acompañado todos estos años —Suspira— ... Cuando faltó tu madre ella fue la luz de nuestra vida, ¿verdad?
El joven asiente. Se ha quedado de pie junto a la puerta y mira a su padre mientras juguetea con un pequeño cincel.
—Es una pena que no quisiera acompañarnos...
Deja caer el brazo, agacha la cabeza y regresa despacio a la mecedora. Se sienta con aire cansado y mira hacia la calle. El joven se acerca, coge una jarra que está sobre la mesa y sirve dos vasos. El hombre levanta el suyo y mira al trasluz.
—¿Es de la nuestra?
—Sí, padre.
El hombre bebe su agua de un trago, deja el vaso sobre la mesa y se vuelve hacia la chimenea, hacia el busto de piedra.
—Me gusta más esta que la que hiciste para su tumba —dice mirando el rostro de la mujer—, en aquélla la mirada te quedó muy fría, el gesto más serio. Ésta, en cambio... ¿ves?, parece que nos ve, parece que nos está mirando.
Andonio sonríe a su padre. A él también le gusta más este busto de Iliana que el otro, el que guardaba la entrada al túmulo en el que depositaron sus restos. Tal vez porque no ha perdido el color, tal vez porque los ojos conservan un brillo parecido al que tuvieron los ojos de Iliana viva.
—¿Cómo me dijiste que llaman a la otra? —pregunta el hombre, desconfiado de su memoria.
El joven deja el cincel sobre la mesa y recoge los vasos.
—"La Dama de Elche", padre —contesta—, la llaman "La Dama de Elche".